Juana de Ibarbourou - (1892 - 1979)

AMPLIACIÓN DE SU BIOGRAFÍA

La ampliación de la biografía de Juana de Ibarbourou se basó en el libro “Al encuentro de las Tres Marías” – Juana de Ibarbourou más allá del mito de DIEGO FISCHER – 2008, Ediciones Santillana S.A. – Impreso y encuadernado en Uruguay por Mastergraf S.R.L.

Nuestro Portal felicita el excelente trabajo de investigación y recopilación del escritor y periodista uruguayo Diego Fischer!!

Nuestro sitio cuenta con la autorización de Ediciones Santillana S.A.

El 8 de marzo de 1892 nacía en Melo (capital de Cerro Largo) la bella poetisa Juana de Ibarbourou.
Fue la hija menor de Vicente Fernández, gallego y de Valentina Morales, criolla, bisnieta de andaluces. Vicente y Valentina se casaron en 1880 y en 1882 tuvieron a su primer hija, Basilisa. Tuvieron más hijos que murieron poco después de nacer.
Valentina fue figura clave para Juana.
Sobre su padre se sabe poco, al parecer criaba gallos de riña en su casa y posteriormente fue jardinero de la Intendencia Municipal de Cerro Largo.
De fuerte temperamento, tenía dos hogares, el oficial y otro que formó con una mujer casada del lugar; pocas cuadras separadas una casa de la otra. Con esa otra pareja don Vicente tuvo dos hijos, Agustín y Eustaquio. Esto implicó un gran escándalo. A pesar de ello, Juana en su madurez, quiso conocer a sus medios hermanos, logrando aproximarse y perdonar.

En su bien logrado y exitoso libro de cuentos “Chico Carlo”, describe el lugar maravilloso donde vivó su feliz infancia: el soñado Melo, pintado de hermosos colores de las quintas sembradas de tomates, lechugas, albahaca, tomillo y aromatizado por los limoneros, naranjos, azahares y jazmines.

En dicha obra su padre ocupa un lugar importante, pero la que está presente siempre es su madre, rodeándola de momentos felices y de ternura.
Lo que Juana deseó más que nada fue el verdadero cariño y la tranquilidad económica.
Pero la guerra acompañó su niñez. Los dos enfrentamientos que vivió fueron la revolución de 1897 y la guerra de 1904.
Melo era el territorio del caudillo blanco Aparicio Saravia.
Tenía cinco años cuando ocurría el primer enfrentamiento y doce durante el segundo. El padre participó en ambos defendiendo la divisa blanca.
Toda su familia, incluyendo Juana, sentía una gran devoción por el caudillo.
Juana lo recuerda como su padrino de bautismo. Sin embargo, en los registros de la catedral de Melo, figuran como padrinos Francisco y Lorenza San Martín. Este sacramento se realizó el 20 de marzo de 1900, cuando tenía ocho años, condición para que posteriormente tomara la primera comunión.
El padre se opuso siempre que Juana se casara por iglesia. Lo pudo hacer cinco años más tarde, en Montevideo. Su padrino de boda fue Juan Zorrilla de San Martín, figura muy influyente en la política y en la cultura uruguaya.
Juana igual que su madre eran devotas de la Virgen del Perpetuo Socorro.

La guerra terminó en setiembre de 1904, luego que Saravia fue herido de muerte en la batalla de Masoller.
La victoria fue entonces del partido colorado liderado por José Batlle y Ordóñez.
Comenzó un período de prosperidad y de transformaciones políticas, económicas y sociales. En este nuevo Uruguay, Juana fue protagonista.
En 1899 Juana se traslada a Rocha con su madre, al parecer su padre quedó en Melo. Quizás Valentina se enteró de la otra relación de Vicente y decidió separarse.
Un año más tarde, Juana vuelve a Melo continuando sus estudios, primero en una escuela de monjas y luego en una pública.
Desde niña era una soñadora.

Al parecer no cursó los estudios secundarios, no existían liceos en el interior y menos para mujeres.
Juana adolescente se iba transformando en una mujer hermosa. La acompañaban los poemas de Rubén Darío, los versos de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez.
Escribió en esos tiempos, sus primeros poemas en el diario “El Deber Cívico”, de Melo.
Su primer seudónimo fue Fid, luego admirada por la cultura francesa, adoptó el seudónimo de Jeannette D´Ibar.

Cuando Juana tenía veintiséis años sus poemas ya eran admirados y aplaudidos por la crítica.
Su primer libro, “Las lenguas de diamante” fue editado en Buenos Aires y prologado por el escritor argentino Manuel Gálvez.
El 27 de abril de 1917, el diario “La Razón” de Montevideo tuvo como principal título de portada: “La revelación de una extraordinaria poetisa”. La nota muy extensa y analítica, fue de Antón Martín Saavedra, seudónimo que utilizaba el periodista Vicente Salaverry, cuando hacía una crítica literaria.
Juana se sentía muy feliz. Habían pasado cuatro años de su casamiento, en Melo, con Lucas Ibarbourou, capitán del Ejército, oriundo de Rocha.
Debido a la actividad de su marido, Juana vivió en Rivera, Tacuarembó y Canelones. En 1917 toda la familia partió a Montevideo, acompañando a Ibarbourou en su traslado.

El 29 de julio de 1919, Juana le escribe a Don Miguel de Unamuno, enviándole un ejemplar de “Las lenguas de diamante”.
También le había adjuntado un ejemplar para Manuel Machado, otro para Antonio Machado y para Juan Ramón Jiménez, ya que no conocía la dirección de dichos poetas.
En su carta le pedía su opinión acerca de sus versos, para ella era de vital importancia ya que, Unamuno era uno de los poetas más famosos de España.
Su aprobación implicaba su consagración.
Estaba inquieta y en pocos días comenzó a preocuparse, a tal punto que le escribió a su descubridor, Vicente Salaverry. Le expresaba que tenía miedo al fracaso, miedo a que su libro no fuera comprendido.
Luego de un par de semanas de nerviosismo, llegó la contestación de Don Miguel de Unamuno.
Al enterarse que al gran poeta le había gustado su libro, Juana se enloqueció de alegría, asustando con sus gritos a su madre y a Feliciana, la negra doméstica que vivía desde siempre en lo de los Fernández Morales.

Sobre la carta de Don Miguel a Juana (Salamanca, 18-IX-19)

Sus poesías:

Unamuno, quedó sorprendido de su poesía tan fresca y tan ardorosa a la vez.
Para él fueron hermosos: “La espera”, “Lo que soy para ti”, “La hora”, “Implacable”, “El fuerte lazo”, “Te doy mi alma”, “La cita”, “Las parvas”, “La promesa”.

La reacción de su poeta amigo:

Le cuenta Unamuno como su amigo ciego, poeta también, quedó impresionado con “La angustia del agua quieta”, cuando le leyó su libro en voz alta.

El consejo del gran poeta:

“lo que sí creo es que debe usted dejar las tristezas hasta que ellas vengan que, desgraciadamente, teniendo como usted tiene un alma sensible y hasta ardiente, le vendrán…”

Sobre su apellido:

Unamuno le afirma que su apellido, aunque ella lo escribía a la francesa, era vasco puro, y que significaba: “cabecera del valle”.

Sobre la contestación de Juana a Don Miguel (Montevideo, 11 de noviembre de 1919)

Juana le cuenta:

Sobre su impaciencia al esperar su contestación.
Del agradecimiento a Dios por el agrado que le había provocado su libro.
Sobre los elogios, críticas y también el gran escándalo que provocó socialmente su libro.
Le cuenta también como con su libro había conocido el dolor. Le expresa textualmente: “Yo no sabía lo que era sufrir”.
Sobre “Lacería”, “Vida Garfio”, le comenta que el horror a la muerte era un hecho, que siempre existió en ella, desde que presenció sacar del panteón de la familia para trasladar a una urna, los restos de su abuelo.

Le pide a Don Miguel, el nombre de su amigo, el poeta ciego.
Dice Juana sobre la carta de Don Miguel: “su carta es una compensación a lo que he sufrido y yo no sé cómo agradecérsela…”
Finalmente, sobre su apellido le comenta que ella usaba el apellido de su marido, que él era hijo de vasco y que no sabía por qué escribían a la francesa. A partir de ahora firmaría como era en realidad: Juana de Ibarburú.

No sólo desde España, con la aprobación de Unamuno, sino también en Uruguay, Juana llegó al éxito. Fue con el fallo del brillante crítico Zum Felde.
De esta manera, internacionalmente y localmente, Juana era exitosa.
Los ejemplares de “Las lenguas de diamante” se vendían rápidamente y había generado un gran escándalo en la sociedad.
No solo las mujeres de sociedad estaban encabezando el escándalo, también mujeres muy cultas. María Eugenia Vaz Ferreira, hermana del filósofo Carlos Vaz Ferreira, docente de literatura, le mandó de vuelta el ejemplar que Juana le había regalado con una tarjeta que decía: “Yo no leo indecencias”. La obra poética de María Eugenia Vaz Ferreira se publicó luego de su muerte.

Unamuno, los poetas uruguayos Carlos Reyles y Juan Zorrilla de San Martín, el mexicano Alfonso Reyes, el peruano José Santos Chocano, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, el chileno Pablo Neruda y los españoles Salvador de Madariaga y Federico García Lorca. Todos coincidieron que Juana, además de hermosa tenía un gran talento, era una gran poetisa.

Posteriormente después de la publicación de “Lenguas de diamante”, le siguieron en 1920 “El cántaro fresco” (prosa) y en 1922 “Raíz salvaje” (poesía). El éxito era un hecho, su lectura llegaba no solo a los gustosos de la literatura sino también a aquellos que no lo eran.
Sus libros se vendían en Montevideo y en Buenos Aires. También para el escritor Francis Miomandre, Juana era una gran poetisa.
Así como con “Lenguas de diamante”, Juana había llegado a adolescentes y a jóvenes, con “Raíz salvaje”, llegaba a un público más vasto. El poema “La higuera”, contenido en este libro, llegó a todos los niños del Uruguay, que lo aprendían y lo recitaban en todas las escuelas.
Su éxito era cada vez mayor, se publicaban sus fotos en los diarios, le pedían autógrafos, la felicitaban más y más.

El éxito cambió la vida en su casa, ya no se ocupaba de las tareas de la casa, cuidaba cada vez más su aspecto físico: quería verse cada vez más hermosa.
Su madre Valentina junto con Feliciana se ocuparon del hogar. También era Valentina que se ocupaba de su hijo Julio César.
Juana y su hijo estaban cada vez más distantes, ella ya no lo iba a buscar a la escuela, no compartía sus deberes. Era su abuela que lo acompañaba en esos momentos. Ella dormía de mañana porque escribía de noche y también dedicaba mucho tiempo al cuidado de su belleza, como lo afirmamos anteriormente.
Su hijo, con poco menos de diez años, no entendía por qué se llenaba su casa de visitas y casi siempre masculinas, no entendía nada de todo lo que estaba repercutiendo el éxito de su madre en su vida diaria.
A pesar de todo, su hijo era para ella el primer logro. En una carta al periodista y escritor Ildefonso Pereda Valdés, en 1922, donde le solicitaba datos biográficos para una publicación, le expresaba el orgullo que sentía por su hijo.

Para Feliciana, la doméstica, Juana estaba poseída por un gualicho. Ella decía que una gitana que se le había presentado un día era la causa del mismo. Por ese gualicho, según Feliciana, Juana escribía día y noche.
Feliciana esparcía incienso y le vaciaba el tintero, por supuesto sin que Juana se diera cuenta. A causa de esto, la poetisa se sorprendía por la cantidad de tinta que gastaba.
La madre le explicaba a Feliciana que Juana era una gran escritora. Pero para la doméstica ese éxito iba a terminar con su familia, con su hijo y esposo.

Juana se vinculó con figuras destacadas, escritores como Carlos Reyles, Emilio Oribe, con el médico y periodista José María Delgado y con Vicente Salaverry. Con ellos mantuvo amistad toda su vida.
No hubo con sus colegas, más que una auténtica amistad. Pero esto hacía hablar a la gente y aparecían historias de romances inexistentes. Las habladurías no solo llegaba a Juana sino también a su esposo, con las consecuencias que analizaremos más adelante.

Carlos Reyles, novelista uruguayo de gran prestigio conoció a Juana a través de “Las lenguas de diamante”. Su encuentro fue por casualidad, donde Carlos, acompañado por su hija Alma, le obsequia, por su gran admiración, un ejemplar de su célebre novela “El embrujo de Sevilla”. En su dedicatoria Carlos Reyles la llama “Juaneca”.
Ella se sorprende y se pregunta por qué “Juaneca”. Carlos le contesta en forma textual: “porque Juanas y Juanitas hay muchas. Juaneca va mejor a alguien que escribe una poesía tan fresca y llena de vida”.
Desde ese momento su amistad fue para siempre. Unidos por cartas donde se dejaba claro que los unía una gran amistad y una adoración por la literatura.

Una tarde de febrero de 1923 Ibarbourou le informó a Juana que lo trasladaban al batallón 9º, en Santa Clara de Olimar, en el departamento de Treinta y Tres. Su estadía sería por tres años.
Juana se desesperó por tener que partir de Montevideo, para ella se terminaba todo. Aunque la madre la conformaba y le decía que no la olvidarían. Ella sin embargo, afirmaba que no solo se trataba de escribir, sino de salir en los diarios, de ver a otros escritores, de recibirlos en la casa, de ir a la librería del Correo, de firmar los autógrafos.

Juana, en medio de tanta angustia, le pidió al esposo que renunciara. Lucas le recalcaba que con sus versos no podían vivir y que su deber como esposa era acompañar a su marido.
De reproche en reproche, le dijo que como militar cumpliría la orden de traslado.
Así fue como Juana, junto a su familia, partió al pueblito que la alejaría de su carrera.
La casa que habitaron, en marzo de 1923, era grande y gris, no tenía agua, ni luz eléctrica, estaba lejos de todo.
Lo que tenía muy claro Juana era que tenía que hacer algo para volver a Montevideo.
Le escribió a Carlos Reyles contándole su angustia.
Posteriormente, recibió una carta de la poetisa Luisa Luisi, que dirigía el Instituto de Magisterio. Ella le ofrecía a Juana una cátedra de lectura.
Esto terminó de convencer a Juana que tenía que partir a Montevideo.
Por su parte, su esposo, analizó que con los pocos recursos que había y la escasa formación de sus subalternos, era muy difícil cumplir con el papel que le habían otorgado.

Juana decidió pedir ayuda al doctor José María Delgado, que tenía muchos amigos en el Ejército y en el gobierno. Ella había recibido una carta de él en esos días.
Juana le iba a decir toda la verdad, que no se adaptaron y que extrañaban mucho. El esposo no estuvo de acuerdo y le dijo que le dijera que estaba muy enfermo y que necesitaba trasladarse a Montevideo.
José María Delgado, médico y escritor, tenía una gran amistad con Juana y la visitó pocos días antes de que partieran a Treinta y Tres. Ante la tristeza de Juana, se ofreció a ayudarla.
Y la ayudó!! Juana recibió la carta con la noticia ansiada. Regresaban a Montevideo!!!
El 22 de abril de 1923 Juana le escribe para agradecerle, con entusiasmo, con alegría, los días malos ya eran pasado, ahora el porvenir era lo más importante.

La casa donde se instaló la familia en Montevideo fue en la calle Victoria 2275 (hoy Duvimioso Terra). La casa era amplia y doña Valentina y Feliciana se ocuparían se su limpieza.
Ibarbourou pasó a desempeñarse como jefe de sección del Estado Mayor del Ejército.
La tristeza de Juana había quedado atrás, comenzó a escribir a sus amigos y concedió una entrevista a la revista “Mundo Uruguayo”. De esta manera todos se enteraron que Juana estaba otra vez de regreso.
Por ser una mujer exitosa y hermosa sufrió uno de los sentimientos que hacen más infeliz a un ser humano: la envidia.
En una carta a José María Delgado (22 de junio de 1923), Juana le comentaba la tristeza que la envidia le causaba.
A Emilio Oribe, otro escritor amigo y coterráneo también le tocó vivirla, a causa del éxito que tenía.
Oribe planeaba irse al interior, al enterarse Juana reaccionó inmediatamente y le escribió una carta (10 de julio 1923) aconsejándole que por favor no dejara Montevideo. Antes que irse al interior le aconsejó Europa.
Textualmente, Juana le escribe en la carta: “… No vaya al interior a enmohecerse, a amargarse, por Dios. Tan grande que es el mundo y tanto como hay donde elegir siendo lo que Ud. es.”

Lucas le reprochaba todo el tiempo sobre los chismes. Julio César presenciaba las discusiones, pero lo más grave de todo fue cuando Lucas golpeó a Juana. Ella cayó y golpeó su cabeza en el borde de la cama. Levantándola, agarrándola de la blusa, intentó golpearla nuevamente, pero fue en ese momento cuando Julio César, su madre y Feliciana lo impidieron.
Estuvo tres días en la cama y diez días estuvo para curarse del moretón de la cara.
Ibarbourou regresó una semana después de lo ocurrido, sin que le hablaran y sin hablar a nadie. Dormía en la cama destinada para los parientes del interior. Pero una noche volvió a su cama matrimonial. Volvieron a hablarse sin mencionar lo ocurrido.
Juana se dedicó aún más a la lectura, a la escritura y a preparar sus clases en el Instituto Normal.

Cabe destacar que por supuesto, nada podía ser como antes entre ella y su esposo. A tal punto que en la reimpresión de “Las lenguas de diamante” ordenó quitar la dedicatoria de la primera edición. En la misma decía:

Dedico este libro a mi compañero, ya que la mayor parte de estas poesías, que datan de la dulce época de nuestro noviazgo, son y serán siempre actuales, porque es perdurable el sentimiento que las ha inspirado, y una perenne ilusión hace que en el esposo vea siempre al amante.


A mediados de la década del veinte, Juana tenía cada vez más éxito. Le escribían famosos intelectuales de América Latina y de España. Entre ellos: el peruano Ventura García Calderón, el famoso crítico Francis de Miomandre, que había publicado y traducido al francés varias de sus poesías.
También un editor mexicano le solicitaba poemas para incluirlos en una antología de poetas hispanoamericanos.
El pensador y escritor colombiano José María Vargas Vila quería conectarse con Juana, de paso por Montevideo.

La economía de la familia comenzó a mejorar notoriamente.
Juana logró comprar casa propia, en la calle Comercio 318, en el barrio Buceo.
La casa era muy amplia y muy cómoda, en un barrio tranquilo y frente al mar, dos cosas que a la poetisa la estimulaban y le permitían escribir tranquila.
Juana escribía en lo alto de la casa, en el tercer piso, un cuarto grande con dos ventanales, donde entraba mucha luz. Junto a esa habitación, una terraza frente al mar en la cual Juana cultivó claveles y cuidó a sus perros.
La casa también tenía un jardín con dos olivos, dos higueras, un parral y un ciruelo. Juana disfrutaba mucho de él en las tardes de verano.
Como vemos, Juana estaba acompañada en su casa, de colores muy energéticos: azul del mar y el verde de los árboles de su jardín.

En ella la visitaban muchos poetas y escritores. Tres años después de haberse mudado a esa casa, fue entrevistada por el periodista Mario de Luna de la revista “El suplemento”.
Con ella se inauguró una serie de reportajes titulada “Las poetisas uruguayas en la intimidad”.
En la introducción del reportaje se destacaba la belleza y el encanto de Juana:

“Juana de Ibarbourou es ante todo una mujer encantadora; conserva la belleza inmutable de quien la tiene por derecho propio…”
“…posee el atractivo de las mujeres que pueden despertar pasiones y saben sugestionar a quienes la admiran. Su eterna juventud es manantial inagotable de bellezas estéticas que han de conservarse hasta la muerte”.

El periodista añadía también:

“Con una gran serenidad era la expresión característica de la poetisa, Juanita, como se la llama entre los intelectuales familiarmente, se adorna con sencillez…”

Destaca también su sencillez.

“...distinguiéndose su escote muy pronunciado, que ella sabe que debe lucir por poseer un busto correcto y blanquísimo, de líneas turgentes y bellas como las figuras de Rubens.”

Subraya otra modalidad:

“Otra modalidad de Juanita es su manera peculiar de cruzar las piernas con una sencillez incitante que quizás ella misma no ha comprendido en todo su valor.”

Destacaba:

“Su voz, armoniosa y dúctil sabe entonar las frases dichas siempre con dulzura ingenua que algunas veces hace pensar en el enigma que representa esa mujer cuya fisonomía es difícil de definir, por saberse nunca si, en efecto, es una gran ingenua, y entonces hay que pensar en el proceso de sus poesías bravas, o es una gran humorista que sabe dar a su voz entonaciones desconcertantes.”

La nota proseguía refiriéndose al lugar donde Juana vivía:

“La casa de Juana de Ibarbourou tiene un sabor a recién construida que desconcierta. Allí todo es recién hecho, parece que los albañiles han abandonado su trabajo aquel día; en todos los detalles hay un no sé qué de últimamente terminado, que tiene simpatía a juventud. La poetisa uruguaya deja transcurrir la vida en un ambiente sereno, sin complicaciones, que marca los días y las semanas con una sistemática manera de vivir, más bien monótona.”

Otras preguntas:

-¿Puede decirme algo de su vida?

-¡Mi vida! Muy reconcentrada y sencilla, sin nada culminante. Es como una superficie lisa, bajo la cual como un fuego subterráneo arde el deseo de viajar cada día más intenso.

-¿Qué opina sobre el divorcio?

-Mis convicciones de católica lo rechazaron en un principio. Sin ser menos católica que antes, creo ahora que es una ley sana y lógica, siempre que con ella no sufran los hijos, lo más sagrado del mundo y por los cuales una mujer tiene el deber de olvidarse de sí misma aun cuando su matrimonio le resulte una desilusión o un infierno. Si no hay hijos o si sobre ellos no recae el más pequeño perjuicio, es justo que el hombre y la mujer, equivocados en su unión, acepten una solución que les procure la felicidad o la paz y la posibilidad de reedificar la vida que juntos les resulta imposible.

-¿Deben las mujeres ocupar puestos elevados?

-Desde luego, si son aptas para ello. ¿Por qué no?

Vicente Salaverry le da el consejo de realizarse un retrato, recomendándole el estudio de la veterana fotógrafa Elena Bazterrica de González, Foto de Moda, ubicado en el centro de Montevideo.
A Juana le pareció buena idea ya que los pedidos de fotografías que recibía eran permanentes.

Una semana estuvo estudiando todo para ese retrato: ropa, alhajas (collares, pulseras, prendedores). Ensayaba poses y gestos. Le prestaba mucha importancia a sus manos.
Estuvo muchos días encerrada en su cuarto lo que despertó inquietud en toda su familia.
En el momento que la vinieron a buscar, ella salió reluciente.
Tenía puesto un vestido negro con escote en V, cuya falda iba más allá de las rodillas, una chaqueta de terciopelo violeta con hombreras y lazo importante atado a la cintura. Un collar largo, de perlas y tres pulseras de plata, diferentes entre sí, en su muñeca izquierda.
Su único anillo que lucía era el de su matrimonio.
Su pelo negro y abundante, estaba recogido con un rodete, y su rostro bello estaba adecuadamente maquillado.

Al verla, Ibarbourou quedó sorprendido, preguntándole adónde iba así vestida y a esa hora.
Ella contestó que se iba al centro a hacerse un retrato.

La sesión duró poco más de una hora.
Dos días después, Juana tenía la foto que la hizo famosa en todo el mundo.
Posteriormente después la foto fue publicada en el diario “La Nación” de Buenos Aires con el siguiente comentario:

Como la muestra el retrato es su belleza de piel traslúcida como pétalos de las flores de azahar, rematada por una cabellera oscura, como una diadema o una corona de la noche selvática, grande ojos rasgados, de mirar sereno, profundo luminoso. Femeninamente diseñada, cuello grácil, manos delicadas de largos dedos…

Juana recibía cada vez más flores, correspondencias, telegramas, cajas de bombones.
La casa se llenaba de visitas.
El sábado 10 de agosto de 1929, Juana recibía un homenaje importantísimo: sería nombrada: JUANA DE AMÉRICA.
Era extraordinario para ella, su familia, para el Uruguay todo.
La ceremonia sería en el salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo.
El título de “Juana de América” nació de los estudiantes de la Universidad de la República.

El Uruguay estaba en sus mejores momentos, tanto económico como cultural. Era un país estable desde el punto de vista político.
Los intelectuales uruguayos eran reconocidos y leídos en Europa.
Cabe destacar que José Chocano desde hacía unos años ya la llamaba Juana de América en sus artículos periodísticos.

El diario “El País”, blanco y el diario “El Día”, colorado, que eran los representantes de todos los hechos del ambiente político y cultural uruguayo, dedicaron espacios destacados a la celebración del acto.

“Se realizará hoy el homenaje a Juana de Ibarbourou”, así titulaba en grande el diario “El País”.
“Será un acto consagratorio de nuestra gran poetisa. El pueblo y las asociaciones culturales se reunirán en el Palacio Legislativo”.
La nota estaba ilustrada con un dibujo de una Juana joven, de seductora mirada y extraordinariamente femenina, el artículo daba detalles y resaltaba:

La ilustre autora de Las Lenguas de diamante y Raíz salvaje recibirá hoy, pues, el homenaje que acaso en lo íntimo más haya deseado: el testimonio vivo del afecto que le rendirá el pueblo a que en primer término deleitó e hizo más bueno con sus bellos versos y la demostración, por parte de sus compañeros de jornadas líricas, de que su obra ha sido comprendida e íntimamente aceptada con profunda alegría espiritual.

La ceremonia estaba presidida por el embajador mexicano en Buenos Aires, Alfonso Reyes.
El comité estaba integrado por: el doctor Juan Zorrilla de San Martín, doctor Carlos Vaz Ferreira, doctor José Pedro Segundo, Eduardo Ferreira, doctor Emilio Oribe, doctor Dardo Regules, doctor Santín C. Rossi, doctor Emilio Frugoni.

El artículo aseguraba que el pueblo uruguayo estaría todo allí presente.

Cuando llegó al Palacio Legislativo, Juana fue recibida por Juan Zorrilla de San Martín y Alfonso Reyes.
Ella vestía un traje de encaje blanco y un tocado en la cabeza que evocaba a Minerva, la diosa de la Sabiduría.
En la puerta, una guardia de honor con uniforme de gala del Batallón Florida, herederos directos del ejército uruguayo José Artigas, le tributó honores propios de un jefe de Estado.
Con un ramo de violetas en la mano, llena de aplausos, se dirigió al podio.
Luego los aplausos se callaron y resonó: “¡Reina! ¡Sos nuestra Reina!”. Inmediatamente Juana pensó en aquella gitana que había conocido hace años, corriéndole por el cuerpo un escalofrío que sólo se calmó al mirar a su madre, que estaba sentada en primera fila junto a su hijo.
Una silla reservada estaba vacía, era la de Ibarbourou.

El domingo 11 de agosto de 1929 el homenaje era noticia en los diarios, “El País” y “El Día”.
En ese día diez mil personas acompañaron a Juana, dentro y fuera del Palacio Legislativo.
Su popularidad era inmensa. Después de la ceremonia, Juana llegó al éxito total.
Todo el pueblo se sentía orgulloso de ella.
Sus poemas habían sido incorporados en los programas de estudio tanto de escuelas, liceos y enseñanza superior. No solo en el Uruguay sino también en el resto del continente.

Sus libros se vendían tanto como los discos de Gardel, era tan popular como la selección de fútbol que en el 30 ganaría el campeonato mundial. En los boliches, se hacía silencio cuando por la radio se escuchaban sus poemas, recitados por ella misma.
Los enamorados siempre incluían un verso de Juana para su amada.
En la década del 30 nacían muchas “Juanas” y “Juanitas”, en honor a la gran poetisa.
Muchos se hicieron devotos de la Virgen del Perpetuo Socorro, al saber que ella lo era.
Todo escritor extranjero que pasaba por Montevideo, pasaba por su casa, Salvador de Madariaga y Federico García Lorca, por ejemplo.
Juana se sentía cada vez más feliz, trasmitiendo sus ganas de vivir y su humor hilarante.
Un periodista argentino viajó exclusivamente a Montevideo para realizarle una nota por la publicación de “La rosa de los vientos”.
Este libro marcó una época diferente, ya que en él, Juana marcó su temor, su preocupación por no quedar detenida en el tiempo y rehén de sus primeras obras.
En el reportaje realizado destaca que: Juana de “La rosa de los vientos” es la misma Juana pero con más experiencia.
Confirma también que después de la ceremonia recibió más visitas, más cartas, más pedidos de libros, más fotos y que los poemas se traducen a otros idiomas.
Recalca que más que la fama o la riqueza le importa más la belleza.

En 1934 la revista “Nosotros” de noviembre publicaba la crítica realizada por los intelectuales uruguayos sobre su libro “Los loores de Nuestra señora”. La misma no había sido nada favorable.
Juana, al conocerla entró en un estado de melancolía muy grande.
Encaraba en él temas nuevos. Expresaba su devoción por la Virgen del Perpetuo Socorro. Confesaba su fe en sus versos bien elaborados. Eso no fue aceptado.
Las críticas de los anticlericales llegaron a Juana.

Dos meses después cuando publica “Estampas de la Biblia”, libro en prosa, con narración del Antiguo testamento, la acusan de mística delirante.
Juana acostumbrada al éxito no estaba preparada para el fracaso, para toda esa situación que se le había presentado que le generaba tanta angustia.
Los tres libros polémicos, que no habían llegado al pueblo eran: “La rosa de los vientos”, “Los loores de Nuestra Señora” y “Estampas de la Biblia”. Habían sido ignorados.
La tristeza de Juana se transformó en angustia y la misma en insomnio.

En contraste, recibía condecoraciones del resto del continente y de Europa: La Medalla de Oro de Francisco Pizarro y la Orden del Sol (Perú), La Orden del Cóndor de los Andes, (Bolivia), La Orden Universal al Mérito Humano, (Suiza - por “La rosa de los vientos”).
Sus libros se editaban y se reeditaban en Buenos Aires, México y Madrid.

Juana no dormía y no comía. Su madre, al ver que su hija estaba cada vez más delgada y con falta de descanso, llamó a su doctor, Luis Bonavita.
Aparte de médico de la familia era escritor de artículos de prensa. Su especialidad eran crónicas de la época. Firmaba con el seudónimo M. Ferdinand Pontac y publicaba en “El Día”. Así fue como, a través de la literatura se acercó a Juana.

El doctor Luis Bonavita le recetó Seconal, un barbitúrico potente para el insomnio.
Según el doctor, Juana había entrado en un estado de melancolía importante. Por este motivo le recetó la medicación y descanso.
A medida que durmiera, retornaría el apetito. Debía de comer de a poco.
Con ese tratamiento Juana comenzó a recuperarse lentamente pero, a pesar que tenía que guardar reposo, no dejaba de contestar sus correspondencias. Su madre se oponía, Juana debía descansar!!

Le escribe a Alfonso Reyes:

No publico nada de lo que recibo de mis libros y no me ocupo, tampoco, de hacer transcribir lo que de ellos se dice en el extranjero, siempre más pródigo y más entusiasta que mí país. He llegado al culminante momento psicológico del despreocupado encogimiento de hombros.

El insomnio y la falta de apetito fue el comienzo de un proceso que se fue agravando.
La tristeza de Juana se debía también a su matrimonio, un matrimonio sin amor, a pesar de que vivían juntos solo se mostraban por apariencia.
Desde que se había mudado al Buceo, no salía casi nada. Iba solamente a la misa de la Virgen del Perpetuo Socorro, los domingos.
No frecuentaba librerías ni las óperas del Teatro Solís, tampoco los conciertos del Sodre.
El London París le mandaba la ropa que ella elegía por catálogo.

Lo grave era que Juana no respetaba la dosis de Seconal que el doctor Luis Bonavita le había indicado. Tomaba más de lo establecido por el médico.
Su delgadez aumentaba. Tanto fue así que un día, al observarse sus manos al lavárselas, su anillo de oro se fue por el desagüe. Ella no intentó rescatarlo, no quedaba más que ese anillo de su matrimonio sin amor.

En julio de 1932 fallece su padre, Vicente Fernández. Padecía cáncer.
Tanto Juana como Basilisa estuvieron para cuidarlo. También en el hospital, estuvo presente Valentina, a pesar de que Vicente tenía otra familia.
Allí Juana estuvo con sus medios hermanos, con Agustín entabló una relación fraterna. Él y su familia representaron un apoyo importante para Juana.
Vicente fallece en el hospital Militar.

En 1935, en la casa de Juana se realizó un almuerzo en homenaje a la poetisa chilena Gabriela Mistral.
Valentina y Connie Saleva, la secretaria de Gabriela, participaban de ese almuerzo.
Diez años más tarde, Gabriela Mistral recibiría el Premio Nobel de Literatura.

Aparte de Juana había otras poetisas talentosas: Gabriela Mistral, chilena y la argentina Alfonsina Storni, nacida en Suiza.
A pesar de que tenían muchas cosas en común, Juana, Gabriela y Alfonsina, nunca llegaron a una amistad.

Alfonsina, que para Juana era “chatilla y fea”, siempre hacía comentarios hirientes sobre Juana, incluso hasta en público.
Alfonsina no tenía marido, ni una familia constituida, ni un buen pasar…

“Jamás tuvo en su mirada azul un mensaje para mí”, decía Juana.

Por otra parte, de Gabriela, alta, maciza, de tez áspera y modales hombrunos; de la cual se decía que prefería más a las mujeres que a los hombres.

Juana decía: “a Gabriela había que verla en la intimidad para encontrarle su belleza y conocerle su carácter”

Seguramente Juana, al referirse a su carácter, recordaría el episodio que sucedió en su casa, cuando Gabriela se arrancó el collar de cuentas de marfil que Juana le había colocado. El mismo quedó tirado en el piso y fueron Valentina y Connie, la secretaria de Gabriela, que recogieron cada pieza del collar. Gabriela siguió comiendo el postre.

Fue en enero de 1938 que se reunieron, por única vez, las tres poetisas en Montevideo. Se trataba de los cursos de verano de Literatura en el Instituto de Literatura Alfredo Vásquez Acevedo.
Fueron convocadas por el ministro de Instrucción Eduardo Víctor Haedo y por el director de Enseñanza Secundaria, Eduardo de Salterain y Herrera.

Gabriela pronunció sobre Juana:

No es ningún azar ese apelativo que le dieron y que la deja sola con la América, dueña de la llave inefable de nuestro mujererío, es decir con la fórmula de la feminidad americana. Siempre que voy hacia Juana –y la visito con frecuencia fiel-, yo la dejo como la hallé con su candor y su misterio.

Alfonsina tituló su conferencia: “Las manecillas del reloj”. Con este nombre la poetisa ocultaba la carrera contra el tiempo que corría desde hacía algo más de dos años, cuando le diagnosticaron en Buenos Aires, cáncer de mama con metástasis.

“Casi en pantuflas” denominó a Juana:

Yo sé que voy a decepcionar a muchos lectores desconocidos en esta inevitable confidencia de hoy –y añadió-: Decirles que mi torre de marfil es una amada habitación querida, en lo alto de mi casa, con dos grandes ventanas abiertas a la vida, al mar, a un paisaje terrestre lleno de árboles y de viviendas pobres, quizás no sea hábil.

El fotógrafo del diario “El País” insistía a las tres poetisas se reunieran para la foto. Ellas se hacían las distraídas, cada cual estaban en lo suyo. Hasta que al final fue Eduardo Víctor Haedo, político blanco que les “ordenó” que se sacaran la foto.
Gabriela en la punta, Alfonsina en el medio y Juana al lado de Haedo.
El fotógrafo insistía con una sonrisa, al verlas tan serias y les prometió que después se irían a cenar al restaurante “Del Águila”.

Años después Juana recordó ese momento:

“Queda de aquel día de Montevideo una fotografía en la que estamos las tres: Gabriela, Alfonsina y yo, con la sonrisa que exige siempre el fotógrafo y que, al fin, nadie tiene el valor para negarle”.

La noche del 31 de diciembre de 1939, luego de que todos se habían ido a dormir, luego de brindar con el champán que le enviaba la Embajada de Francia (3 botellas de Pomery) para el cumpleaños de Juana, el 8 de marzo y que tradicionalmente guardaban para brindar en diciembre, Juana subió a su terraza y se quedó sola mirando el mar.
Sabiendo que nadie escuchaba, con lágrimas en los ojos y cuestionándose mirando el cielo, fue a su escritorio y decidió inyectarse Sedargil. El temblequeo de sus manos ya no estaba, ya no sentía esa angustia que le oprimía el pecho. Se sentía en paz. Soñaba, sonreía, podía distinguir entre el murmullo de las olas, el canto de las sirenas, recitaba sus poemas, rezaba un padre nuestro.
Distinguía perfectamente las Tres Marías, quería tocarlas extendiendo sus brazos.
Amanecía…, habían transcurrido seis horas. Luego tomó sus pastillas y se durmió.

Ibarbourou tenía con gran entusiasmo los planos que le había entregado el arquitecto de la nueva casa de la rambla.
Una casa enorme donde de cualquier ángulo se veía el mar.
Para Juana no era necesaria una casa tan grande.
Pero el dinero estaba, eran todos los ahorros de todos esos años.
Para Ibarbourou esa casa iba a ser un palacio. Juana tenía claro que no necesitaba un palacio, ella necesitaba paz.
La edificación de esa casa enorme era un sueño de él. Ibarbourou solo hablaba de ese tema todo el tiempo.
En ese momento Juana tenía 47 años e Ibarbourou 60 años.
Ella no se daba cuenta que él iba envejeciendo, ella estaba ajena a todo. Lo único que quedaba para Juana, hacia su marido, era indiferencia, sometimiento, miedo.

Ibarbourou compró el terreno sobre la Rambla República del Perú en enero de 1938. Medía casi mil metros cuadrados, en el entonces denominado barrio Costa del Mar, frente al Río de la Plata y a unas pocas cuadras de Pocitos.
A fines de 1941, si las obras estarían terminadas ya podrían mudarse a la nueva casa.

El esposo de Juana había administrado bien el dinero que ella se había ganado con sus libros.
En 1940, los Ibarbourou contaban con la casa de la calle Comercio, un automóvil Buick y una casa en Carrasco.
Estos bienes aumentarían con la casa de la rambla. La familia estaba muy bien económicamente.

Después de “Los loores de Nuestra Señora” y “Estampas de la Biblia”, Juana no publicó más libros. Escribía y acumulaba los borradores en el escritorio.

Juana tuvo una gran recaída, cayó inconsciente en el piso, todos creían que estaba muerta,
La trasladaron al hospital Italiano, previo haber detectado en su mesa de trabajo, una jeringa y un frasco de vidrio vacío color caramelo.
Feliciana era la única que sabía que Juana se inyectaba morfina.
Ibarbourou llevó el frasco vacío para mostrárselo al médico.

Pudo recibir visitas recién después de tres semanas en el Hospital Italiano.
Luego del coma farmacológico fue sometida a un tratamiento de desintoxicación durante un mes y medio.
Esther de Cáceres, poetisa también, fue la única visita que recibió Juana.
Eran grandes amigas. Aparte de poetisa, era escritora como Juana y también católica.
Era médica, casada con un gran psiquiatra, Alfredo Cáceres.
Se querían mucho, Esther le dio mucho ánimo, le habló de lo importante que era la voluntad, la ayuda de los médicos y la oración.
Le habló de lo maravilloso que era el mundo y de los motivos para agradecerle a Dios cada día, por estar vivos.
Juana le confesaba que había perdido los sueños y la ilusión de escribir. Esther insistía que tanto los sueños como la ilusión iban a volver.
Como no era conveniente la intervención de ellos como médicos, ya que los unía una gran amistad, le recomendó a su cuñado psiquiatra Gonzalo Cáceres.

Estuvo internada 1 mes y 7 días. Estaba más recuperada, sin temblor en sus manos, había recuperado peso.
El psiquiatra le recomendó un régimen alimenticio, pastillas para dormir y que comenzara sus actividades, pero una por vez, de a poco.

Cuando Juana llegó a su casa, el farmacéutico Carominas tenía mucha urgencia de hablar con ella, ya que Juana le debía hace casi dos meses, tres recetas de Sedargil y si no las presentaba ante el Ministerio de Salud Pública le clausurarían la farmacia y lo que era peor iría preso.
Juana le dio la tranquilidad que al día siguiente las tendría.
Carominas le pidió un libro para su esposa Alondra y para su hija Juana, comprometiéndose la poetisa que junto con las recetas irían los libros dedicados.
Inmediatamente le escribió a su amigo, el Dr. José María Delgado, pidiéndole como un gran favor las recetas. Le explicaba en su carta, su estado de salud y la situación del farmacéutico. Recurría a él como gran amigo, para evitar que Carominas tuviera un problema serio.
Le ofreció disculpas y le escribió:

“ya nunca tendré que volver a molestarlo”.

Juana

Posteriormente a todo esto, escribió el título de un poema: “Palabras del frustrado suicida a la muerte”. Fue publicado once años después y sería el único poema de Juana escrito en primera persona del masculino.

Dejar por ti el pan claro, la leche sosegada,
el perro de la sombras y el correo de las voces;
dejar por ti los jaspes y el caballo del agua,
los órganos del viento, los vegetales roces.

Dejar por ti, más ocre que toda la miseria,
mi fulgurar de abejas, de flautas y luciérnagas.
y aún tú, la cegadora, no quererme en tu valle
donde todos los caminos entregas.

Cerrarme tus dominios, arisca y enconada;
vedarme tus manzanos, romper por mí tus puentes,
ver que estoy desvalido y negarme tu nave.
Sentir mi acerbo grito y no hacerte presente.

Dejarme así anhelante y así alucinado,
sin tu brazo de ámbar redondeándome el hombro,
mientras en el jardín la tormenta del día
dobla los alhelíes y enronquece los coros…

Las críticas de los tres últimos libros de Juana eran casi exclusivamente de intelectuales uruguayos, no influyeron en las editoriales más importantes del continente.
En 1939 Espasa Calpe Argentina publicaba la sétima edición de Poemas en la colección Austral, de siete mil ejemplares.
Librería y Editorial Nascimiento, de Chile, sacaba a la calle cinco mil volúmenes de “sus mejores poemas”, también se sumaban reediciones de “El cántaro fresco” por Zig Zag, también en Santiago.
En México y en Cuba, “Las Lenguas de Diamante” y “Raíz Salvaje” eran clásicos en las librerías se reponían constantemente.
En 1943 la editorial Montaner y Simón, de Barcelona publicó 8 mil ejemplares de una selección de sus poemas realizada por la propia poetisa.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, las poesías de Juana, traducidas al francés comenzaron a estar en las mejores antologías de los poetas latinoamericanos en Francia.
Lo mismo sucedió en Italia, Inglaterra y Estados Unidos, donde le ofrecieron traducirlas en inglés.

A pesar de todo, los hechos dolorosos siguieron en la vida de Juana: parte Feliciana de la casa, rumbo a Melo. Quería terminar sus días en Cerro Largo.
Le dejó a Juana un ángel de madera para que la protegiera. Entre ellas existía un gran amor.
Juana no pudo despedirse de la emoción y profunda tristeza.
Se marchaba de su vida la mujer que la había acunado desde su niñez. En ese momento Juana tenía 49 años.
Feliciana pasaría a la inmortalidad en uno de los cuentos de “Chico Carlo”, “La nodriza y el cielo”.

Juana estaba sometida a continuas tensiones. Ibarbourou se había agravado de su insuficiencia renal y su mamá estaba padeciendo una grave congestión.
Juana se tenía que ocupar de atender a los enfermos y también de toda la casa.

Juana le escribe a Osvaldo Crispo Acosta: “tengo a mi madre muy viejita extremadamente enferma, también mi marido. Vivo bajo un desolante signo de borrasca sin pausa”.
Octubre de 1941

Ibarbourou sabía que se aproximaba su muerte. Por tal motivo estaba empeñado en terminar con la casa de la rambla.
Preocupaba Julio César, Juana nunca quiso que fuera al liceo Militar, su padre sí. Su hijo quería ser agrónomo, sin embargo nunca fue un estudiante aplicado, se inclinaba por el juego, los automóviles, la farra. Nunca había trabajado. Tenía veintisiete años en ese momento.
Quería casarse. Ella era Sara Robaina, de una familia conocida en Montevideo.
Su padre insistía que se casaría cuando se recibiera.
Juana, siempre positiva, afirmaba que se recibiría y encontraría un empleo. Ella pensaba comunicarse con el Ministro de Ganadería para que lo tuviera en cuenta.

A mediados de 1941 Ibarbourou recayó definitivamente. Juana lo cuidó hasta el final, fue su enfermera.
En una charla, Ibarbourou le confiesa su amor por ella y ella las ilusiones que tenía cuando se casó, quería compartir sus logros. El con sus celos, su desconfianza hizo que Juana siguiera su matrimonio sólo por Julio César.
Juana jamás, jamás le había sido infiel, en cambio Ibarbourou…

-Juana, ¿me fuiste infiel?
-No, nunca. A vos también te llenaron la cabeza. Y vos, ¿me engañaste?
-Soy un hombre. Los hombres tenemos necesidades.
-Las mujeres no. No sentimos. No nos erizamos ante una caricia… No palpitamos ante un beso…
-Es distinto. Juana, vos y yo dejamos de ser una pareja ya no recuerdo cuándo.
-¿Por qué es distinto?
-Porque siempre ha sido así, a lo largo de la historia. Juana, ¿me quisiste alguna vez?
-Será mejor que descanses. Estás muy fatigado.
-Te respeté. Siempre te respeté.

Murió el 13 de enero de 1942. Juana lo lloró y guardó luto, como se acostumbraba.
Luego de la muerte de su marido, ella se sintió insegura pues, ahora se tenía que ocupar de cosas que nunca se había hecho cargo.

Juana bautizó su casa de la rambla Amphión, no se sabe el motivo.
Amphión o Anfión en español significa “opio”, sustancia básica de la morfina.
Morfina viene de Morfeo, el dios del sueño.
También Amphión, en la mitología griega, es el hermano gemelo de Zeto. Ambos hijos de Zeus y Antíope. Son hermanos ejemplares que no compiten y se complementan. Zeto es hábil para la ganadería y la agricultura. Amphión se destaca en lo intelectual: el arte y la música.

Juana hizo estampar el nombre en una piedra en el jardín de la entrada.
La casa la estrenó en octubre de 1942, Ibarbourou jamás llegó a vivir en ella, luego de tanta obsesión y espera.

La residencia estaba frente al mar.
Cuando Juana llegó a esa casa tenía cincuenta años. Se aferró a que podía comenzar una nueva vida y por eso desembaló su biblioteca. Se emocionó cuando se encontró con tantos libros, uno de ellos fue la edición especial de “Romancero gitano” que Federico le había regalado.
Ordenó sus libros y comenzó a escribir hasta la madrugada.

Comenzó, en su nueva casa a adorar las noches de tormenta, cosa que le atemorizaba en la infancia.
Ahora Juana había comprobando que las tempestades de la naturaleza son siempre pasajeras, mientras que las del alma duran años y hasta una vida entera.

Disfrutaba al ver los relámpagos y los truenos que hacían vibrar los ventanales de las habitaciones del frente. O cuando los fuertes vientos golpeaban en las rocas de la costa y las olas amenazaban con llegar hasta la entrada de su jardín. En esas noches, Juana se sentía el capitán de un gran barco.

Cuando Juana retoma su escritura, con la idea de editar un nuevo libro, empezó a recordar su infancia, sentía la necesidad de volver a esos momentos felices.

Su primer libro escrito en Amphión fue “Chico Carlo”. Allí, en ese libro estuvieron todos los seres más queridos de su infancia.
“Chico Carlo” es su autobiografía de la infancia.
Diecisiete cuentos escritos luego de casi medio siglo de haber ocurrido los acontecimientos allí narrados.
Algunos personajes llevan su nombre verdadero: Feliciana, por ejemplo.
Juana aparece como Susana, y Chico Carlo es el amor de la infancia y el protagonista de varios cuentos.
Se editó en Montevideo en Barreiro y Ramos y en Buenos Aires Sudamericana en 1944.
Fue todo un éxito.
El Consejo de Educación Primaria lo recomendó como libro de lectura en todas las escuelas del Uruguay. Lo mismo, posteriormente, sucedió en Argentina.
Con los poemas de “Raíz Salvaje”, Juana ya estaba en las escuelas.
Uno de ellos era un clásico: “La higuera”.
Pero “Chico Carlo” interesó a los niños sobre todo por “La mancha de humedad” y “Tilo”.
A “Chico Carlo”, un libro muy querido, siguió “Los sueños de Natacha”, un libro de obras de teatro infantiles, basado en los cuentos para niños del francés Charles Perrault.
El éxito de Juana llegaba hasta los niños!!

Ella se sentía aliviada espiritualmente.
La administración de los bienes, antes realizada por Ibarbourou, ahora la estaba haciendo, con un mal manejo, Julio César.

Julio César llevaba un año de casado con Sara Robaina. No había terminado sus estudios de ingeniero agrónomo, siempre afirmaba que le quedaban pocas materias para recibirse.
Juana le había conseguido un trabajo en la Aduana.
Julio César acostumbraba a ir al casino, le debía mucho dinero a un famoso prestamista que ofrecía su servicio en el casino de Carrasco en las noches de verano y en el Parque Hotel en las de invierno. Dicho prestamista era Dante Sena.
Julio César prometió pagarle con lo que le correspondía de la sucesión del padre.
Fue el 21 de diciembre de 1944 cuando Juana y su hijo firmaron la partición de bienes sucesorios de Ibarbourou.
La escritura de casi veinte folios fue redactada por el escribano Alberto Herrera Reyes.

Los activos eran:

• la casa de la calle Comercio
• la casa ubicada en la calle Mahoma
• propiedad situada en la calle Carrasco
• finca ubicada en la Rambla República del Perú 1503 – Amphión
• un automóvil Hudson
• un automóvil Buick
• $ 15.208 depositados en dos cuentas del Banco La Caja Obrera
• $ 1195 – los muebles de la casa Amphión

Total de bienes - $ 84.741

Con el consentimiento de Juana, Julio César había vendido los dos automóviles y la casa de Carrasco.
Había gastado el dinero del banco, hipotecado las casas de la calle Comercio y de la calle Mahoma contra un crédito de La Caja Obrera por $ 20.000.

Ibarbourou había otorgado testamento a favor de Juana, por lo que el reparto de los bienes quedó establecido de la siguiente manera: a Juana el 50 % por bienes gananciales más el 50 % de la porción disponible, a Julio César la otra mitad de la mitad de la herencia.

Juana se quedó con Amphión, asumió como propia la deuda por $ 20.000 y entregó al banco los títulos de la propiedad como garantía hipotecaria.
Julio César recibió las casas de la calle Comercio y de la calle Mahoma. Las mismas las hipotecó contra un crédito de La Caja Obrera por $ 8000 para ser utilizado en cuenta corriente por medio de cheques o documentándolo en vales.
La tranquilidad económica que Ibarbourou pensaba que iba a tener la familia se iba desvaneciendo.
Esta situación representaba un problema muy serio.
En julio de 1945, Juana recibía en su casa de Amphión a amigos escritores y críticos literarios.
Pensaban enviar un telegrama al primer ministro británico, al laborista Clement Attle. Le pedían que no cesara la presión de Inglaterra sobre Francisco Franco y que hicieran todo lo posible por restaurar la democracia en España.
Attle había combatido duramente al régimen al régimen nazi de Adolfo Hitler y al fascismo de Benito Musolini. También había propugnado el apoyo de Inglaterra hacia los republicanos durante la guerra civil española de 1936.
España vivía la primera etapa del franquismo y expulsaba a los intelectuales al resto del mundo.
Eran muchos los escritores españoles que estaban en América Latina: Rafael Alberti y su mujer María Teresa León y José Bergamín estaban radicados en el Río de la Plata.
Ellos se sumaban a la lucha contra el régimen de Franco.
Uruguay estaba en un apogeo económico, político, social y cultural, en contraste con Argentina en donde gobernaba Juan Domingo Perón con un régimen autoritario que se mantuvo por una década.
La idea de escribirle a Attlee había surgido en lo de Juana, como hipótesis para el caso de que el laborismo ganara las elecciones. Su promotor fue Alberto Zum Felde junto con su mujer Clara Silva.
La idea fue ganando fuerza dentro y fuera de fronteras.

Luego de que Attlee venció en los comicios y el telegrama se redactó, sus promotores coincidieron en que el nombre de Juana debía ser el primero que se leyera. Ella estuvo de acuerdo. No era una mujer de política. Se conocía su adhesión al partido Nacional y a pesar de que los documentos indicaban otra cosa, ella afirmaba que era ahijada de bautismo del caudillo blanco Aparicio Saravia.

Los políticos uruguayos intentaban acercarse a ella.
Ella era amiga de tres figuras destacadas en el ámbito político: El nacionalista Eduardo Víctor Haedo, el colorado Justino Zavala Muniz y el poeta socialista Emilio Frugoni.
Los unía un interés por la literatura.

Juana siempre manifestó estar a favor de la democracia.
No hay documentación que indique si hubo respuesta de Attlee.
La Embajada de España reaccionó de inmediato ante la publicación en la prensa.

Juana recibió en Amphión la siguiente carta:

Montevideo, 31 de julio de 1945

Acabo de leer un pequeño aviso periodístico en el que se publican y solicitan firmas uruguayas para suscribir un telegrama dirigido al señor mayor Attlee, primer ministro del Imperio Británico, pidiéndole su intervención para imponer a España una determinada forma de gobierno. La relación de firmas se inicia con su nombre de Ud. y ello motiva estas líneas en que debo manifestarle, con toda atención, mi sorpresa.

Mi sorpresa porque no comprenda cómo hayan podido a su fina sensibilidad de mayor artista dos consideraciones elementales que me voy a permitirle hacerle. La primera es el sentido de apelación colonial e incluso infantil -me acuerdo de esas quejas de papá o al guardia, de las que creo que en Chico Carlo cuenta Ud. alguna graciosa anécdota- que tiene este pedido de intervención a un gobernante extranjero.

Figúrese el efecto que ha de causar en el ánimo del mayor Attlee, digno caballero británico, que probablemente no conocerá gestos de ese tono ni en la tramitación de asuntos internos de las colonias protectorados del Imperio. Y la segunda es el desconocimiento que revela de la mentalidad española, hecha de sentimiento de dignidad y de orgullo, que repudia toda injerencia extranjera en los problemas propios.

Tenga Ud. señora la seguridad de que cualquier intento de forzada intromisión forastera en las cosas de España se detendrá donde se detuvo el ejército de Hitler: en los Pirineos.

Es mi norma no replicar los ataques y añagazas contra España que en esta época son tan frecuentes, en primer lugar porque tengo para la ignorancia casi tanto respeto como para la sabiduría y, sobre todo, porque esta campaña de barullo que en torno a nuestras cosas se está armando es de tono muy vulgar y me aburre mucho.

Pero y debo hacer una excepción con Ud. Juana de América –por la consideración que me merece y la admiración que siento por lo mejor de su obra.

Reciba con este motivo mi más atento saludo.

Juan Pablo de Lojendio
Ministro de España


La respuesta de Juana: inteligente e irónicas

De sorpresas andamos, pues Ud, me expresa la suya por el telegrama de los escritores del Uruguay al mayor Attlee –que es un distinguido caballero británico- y yo no puedo menos de asegurarle que la mía, por su carta, no es menor.

Mi fina sensibilidad de mujer de sangre hispana, que ama mucho y muy bien a España, no desconoce ni olvida la digna altivez ni el hermoso orgullo de los españoles, ni jamás desearía para España una intromisión extranjera.
Los capítulos más recitantes de su historia guerrera me hacen estremecer al solo pensamiento de que esto pudiera volver a ocurrir. En este telegrama no se pide tal cosa, sino un lógico y en estos momentos corriente interés de política internacional, que justifica el triunfo del laborismo, cuyo programa de gobierno ya conocemos, por el restablecimiento de la República española con la plenitud de los derechos democráticos.

Creo que es a su fina percepción de diplomático que ha escapado el espíritu del telegrama a que nos referimos. Carece en absoluto de petulancia, pues bien sabemos que el mayor Attlee, por sus actividades políticas unidas a la diferencia de idioma, tal vez no conozca ni de oídas la literatura actual uruguaya, que si bien tiene grande, merecida repercusión en todo el conocimiento americano apenas ha llegado por joven, a los medios intelectuales europeos, aun en los países latinos.
Pero en cambio los republicanos españoles recogerán en su corazón este gesto de amistad, que por infantil que a Ud. le parezca dentro de la ignorancia que le atribuye, tiene en el exilio, un verdadero valor de adhesión y de aliento.

Es curioso que coincidamos en un punto más que el de la sorpresa: también a mí me aburre el innecesario cambio de flechas y la inútil voluntad de imponer a otros el propio modo de pensar y de sentir. En este país ya estamos acostumbrados a hacerlo libremente. Es uno de los grandes beneficios de la democracia total, en efectivo ejercicio.

Por tener su carta el membrete de particular, se la contesto en la misma forma, pues de otro modo no se me asistiría el derecho de desglosarme del grupo de mis compañeros y responder por mí sola, lo que tendría que ser, lógicamente, una contestación en común.

Saluda a Ud. atte.
Juana de Ibarbourou


Madrugada del 19 de febrero de 1946

No duermo. Estoy ordenando papeles escritos, versos y páginas originales. Hay ya en mi vida una presencia de muerte. Tranquila. ¡Y tan sola!
Me preparo para el fin. Ya pienso en él, y cada día marcará un paso hacia el término. He amado mucho la vida, pero hoy estoy muy cansada.
Esta larga lucha económica, me agota y enerva. A pesar del bondadoso gesto del gobierno de mi país que preside el Dr. Amézaga, y que ha creado un grupo de nobles amigos, aún el porvenir es oscuro y de lucha. Cuánto tendré aún que batallar! Vuelvo a repetir: ¡Y tan sola!
Dios proveerá, como hasta ahora. Pero, Señor, ¿puedes apresurarte? Un poco de seguridad y paz me daría tiempo para tu servicio de oración y verso. ¡Óyeme, Señor!

Juana se sentía muy sola. El miedo a la muerte siempre estaba presente. La seguridad económica que había perdido la hacía sentir insegura.
A pesar de que ya no había amor en la pareja, Ibarbourou le administraba bien sus bienes y controlaba bien a Julio César.
La situación económica de Juana era tan terrible que no le permitía escribir.
Esta situación se le comunicó al presidente de la República Juan José de Amézaga.
El mismo le encargó al ministro de Instrucción Pública Daniel Castellano, la redacción de un proyecto de ley por el que el Estado adquiría su obra literaria.
La iniciativa fue enviada al Parlamento el 10 de agosto de 1945.
En el mensaje remitido a la Asamblea General y firmado por Amézaga se señalaba:

No importa, ni vale mencionarlas, qué circunstancias puedan determinar al Gobierno a propiciar con relativa urgencia la sanción de esta ley. Ellas desaparecerían todas, frente al hecho en sí y a la persona que con el hecho se conecta […].
La persona es Juana de Ibarbourou.

Y tras una detallada biografía de Juana, el texto rubricado por Amézaga indicaba:

Podría hablarse de la convivencia financiera de realizar esta operación por el Estado, que en plazo de pocos años ha de recuperar sobradamente lo que ahora gasta para hacer entrar en el dominio público la obra completa de Juana de Ibarbourou, pero seguía menguado argumento frente a otro o a otros que pueden condensarse en estas palabras. […] Grande es este país que da espíritus poéticos como el suyo y felizmente no únicos. […] Por estas consideraciones y sabiendo que interpreta el sentimiento general de los hombres cultos de nuestra patria, es que el Poder Ejecutivo solicita de ese Alto Cuerpo la sanción del adjunto proyecto de ley.

Por su parte, el informe de la Comisión de Instrucción Pública de la Cámara de Representantes expresaba que con la adquisición de los derechos,el Estado cumple así una justísima gestión de mecenazgo artístico, prestando un apoyo financiero que lejos de ser a fondo perdido, puede descontarse, sin forzado ni exagerado optimismo que constituirá a corto plazo una inversión remunerativa.

El Parlamento lo aprobó rápidamente.
Juana quedó aliviada al enterarse que el Poder Ejecutivo había promulgado la ley.

Cedía al Estado los derechos de:

• Las lenguas de diamante
• El cántaro fresco
• Raíz Salvaje
• La rosa de los vientos
• Los Loores de Nuestra Señora
• Estampas de la Biblia
• Chico Carlo
• Ejemplario
• Páginas de literatura contemporánea
• Dualismo
• Destino

También vendía los derechos de una serie de obras para radioteatros, denominada Puck, que aún no habían sido emitidas.
Le pagarían $ 30.000, era un dinero muy importante para esa época.
Ese mismo verano a Juana la condecoran del extranjero, la Cruz del Comendador del Gran Premio Humanitario de Bélgica, “en recompensa a su entrega a la causa del bien”.

A pesar de las condecoraciones, Juana seguía sufriendo una pena muy grande.

El 7 de noviembre de 1947, Juana se incorporaba a la Academia Nacional de Letras. En el Palacio Taranco se celebró el acto. Había mucha gente.
Juana se sumaba a una institución con grandes intelectualidades uruguayas: el cardenal Antonio Barbieri, Víctor Pérez Petit, Raúl Montero Bustamente, Emilio Frugoni, Álvaro Vasseur, Alberto Zum Felde, Emilio Oribe (su gran amigo y coterráneo).
Este acto la ayudó muchísimo, calmó su angustia.

En su discurso había quedado muy claro lo que era su vida: “Dios tuvo para mí la mano mullida de dones, aunque el diablo no haya dejado de soplar su hollín sobre ellos”.

Y con respecto al mensaje al gobierno y a todos los políticos que apoyaron la compra de los derechos de su obra por el Estado, Juana afirmó: “Mi divisa puede ser esta: “soy fiel, y la poesía me tendrá hasta la muerte”.

Dora Isella Russell, una joven poetisa de dieciocho años de edad, estuvo en primera fila en Taranco. Con Juana se había conocido en 1943 y habían establecido una relación estrecha.
La joven poetisa debutaba con un libro llamado “Sonetos”.
A Juana le gustó mucho el libro y comenzaron una linda amistad.
Isella Russell pasó a integrar el círculo de Juana. Ella tenía una buena posición económica, era hija única y a diferencia de Juana, dominaba el francés, el inglés y el alemán y estaba terminando sus estudios docentes en el prestigioso Instituto de Estudios Superiores de Montevideo.
A través de la fama de Juana hizo muchos contactos. Publicó en editoriales de Argentina, Chile y España.
Al comienzo fue la asistente de Juana, pero luego fue su representante.
Luego fue su antologista y más tarde la responsable de compilar las obras completas, que en la década del 50, publicó Aguilar en España.
Manejó durante años todos sus asuntos y respondió a todos sus pedidos.

En 1947, Juana pasó a vivir en una casona en la avenida 8 de octubre 3061, frente al Hospital Militar. Era una avenida ruidosa y transitada en esa época.
Un jardín pequeño la separaba de esa avenida. Era una casa grande. Se entraba por una doble puerta de madera a un zaguán. Tenía un living comedor muy grande en forma de L, con grandes ventanas con celosías. A la izquierda había un escritorio, más adelante una enorme escalera de madera coronada por una claraboya que conducía a la planta alta. En el mismo nivel, atrás, la cocina también grande, se comunicaba con un fondo sin plantas. Para Juana esa casa enorme, no tenía encanto. Cuando ella llegó a vivir allí inmediatamente sintió que no iba a ser feliz.

Fue terrible para ella abandonar la residencia de la Rambla. Fueron las deudas y compromisos bancarios de Julio César que la llevaron a esa situación.
Fue en 1947 que dejó Amphión. Su mamá, aunque muy viejita pudo ayudarla con la mudanza.

El 22 de enero de 1948, Juana firmó la escritura de venta a la Embajada del Reino de Bélgica. El precio total fue $ 100.000, una pequeña fortuna. Pero de todo ese dinero, descontadas las deudas y los impuestos, a Juana le quedaron unos pocos miles de pesos.
El dinero fue depositado a su nombre en el Banco Francés Supervielle.

No se sentía atraída por ningún lugar de esa casa.
Al salir al jardín, ya no encontraba el ruido de las olas, sino el sonido de los vehículos.
Vivía sin dormir, con angustia y llorando.
Volvía Juana a sucumbirse en la depresión.
Ella que siempre estaba al pendiente de su belleza, se daba cuenta que los años estaban pasando.
El primer poema que escribió en esa casa fue “Elegía por una casa”

¡Ay espada de agua ya perdida!
¡Ay rama de la mar que no contemplo!
¡Ay viento todo el día canturreando
sin la salobre fuerza en al aliento!

¡Ay viento de entre árboles cortado
bajo retazos de menudo cielo!

Digo mil veces que me estoy ahogando,
y solo veo alrededor sonrisas.
Me estoy ahogando vertical, y en medio
de una avenida gris, ruidosa y lisa.

Ni una huella de pez hiende los aires,
y yo me muero de ansias marineras,
tenía mi casa tres ventanas puras,
y en torno, piedras, y hasta el mar, arena.

Aquí la tierra ni siquiera es tierra;
no tiene azul, ni libertad, ni aurora.
Se han vuelto acero hasta las golondrinas,
y de hierro y estaño son las hojas.
[…]

La Avenida 8 de octubre se alborotó cuando a la casa de Juana llegó Juan Ramón Jiménez, el famoso escritor de “Platero y yo”.
Juan Ramón, el brillante escritor español, llegó con su esposa Zenobia. Bajaron de un Ford y estaban acompañados por Dora Isella Russell que los había ido a buscar al hotel.
Estaba delicado de salud, debía tomar rigurosamente pastillas y sólo en homenaje a Juana aceptó el café que la madre de ella preparaba (el mejor de América), pues como dijimos anteriormente su salud no estaba bien y debía cuidarse mucho.

Juana le recalcaba el amor que sentían por él, la admiración y el afecto.
Debido a esto, Juana le comentó que debido a ese gran cariño que le tenían, un político uruguayo le ofrecería integrar una lista a la cámara de Diputados.
Juan Ramón respondió que si le ofrecían una banca en el Senado y la posibilidad de vivir en una casa frente al mar, aceptaría quedarse en Montevideo.
Juan Ramón había quedado encantado con la costa. Esto puso triste a Juana, recordó la cercanía del mar.
Fue un diálogo ameno, hablaron de literatura, de Antonio Machado.
Al terminar la visita Juana le regaló un salero francés de plata repujada, antiquísimo (tenía más de dos siglos).

Como todo un caballero español, Juan Ramón se despidió de Juana con un beso en su mano, agradeciéndole el telegrama al primer ministro Attlee, también le agradeció la primera edición de “Las Lenguas de Diamante” que le hizo llegar a través de Unamuno. Allí había comenzado todo, 31 años atrás.
Pocos meses después, Juan Ramón, a través de un amigo le hizo llegar a Juana un espejo de tocador de plata francesa y un libro dedicado:

“Para Juana: un libro, un espejo y un beso”.

El invierno de 1949 fue extremadamente frío en la casa de 8 de octubre.
Debido a esos días helados su madre se enfermó.
Juana la cuido y hasta aprendió a cocinar: caldo de verduras y puré de papas y zapallo. El postre, los merengues eran traídos por la Liguria, la debilidad de su madre.
Cuando su madre no dormía, ellas charlaban y recordaban a Melo.
Juana desde los seis años, en las noches de verano, tenía adoración por agarrar a las Tres Marías. A pesar que su madre le explicaba que no se podía, Juana insistía en que cuando fuera grande las iba a ir a buscar.
Juana siempre quiso llegar a las “Tres Marías”.
El 25 de agosto de 1949 murió Valentina. Se fue en paz.
Juana entró en un duelo interminable, encerrándose en su casa. Su única intermediaria con el mundo exterior era Dora Isella.

En enero comenzó a comunicarse con sus amigos a través de cartas.

El 9 de enero de 1950 le escribe a Osvaldo Crispo Acosta:

De 1939 a 1949 todo ha sido para mí sufrir, perder mis bienes del cielo y de la tierra. Espero que 1950 sea como un país nuevo, una nueva etapa de deudas saldadas con el destino.

A pesar del gran dolor, Juana comenzó a escribir con mucha más fuerza.
Después de veinte años publica un libro de poesía: “Perdida” editado en diciembre de 1950 en Buenos Aires.
La crítica y el público en general la aplaudió pero muchos no comprendieron sus confesiones íntimas.

Apaciguada estoy, apaciguada,
muertos ya los neblíes de la sangre.
Silencio es, silencio,
el día que empezaba en jazmín suave.

Por otras calles voy mucho más altas,
bajo un cielo gélido de palomas.
Es limpio, enjuto, el aire que me roza.
Y hay en el campo frías amapolas.

Serena voy, serena, ya quebradas
las ardientes raíces de los nervios.
Queda detrás el límite
y empieza el nuevo cielo.

El doctor Eduardo De Robertis era un médico argentino que huyó del gobierno de Juan Domingo Perón y se instaló en Uruguay en 1949.
Tenía un gran talento y un enorme prestigio. Estaba casado con Antonia Semelis (Tonita). Ella escribía textos que deseaba publicar. Se propuso conocer a Juana para que le prologara una novela, dejándole un manuscrito para que lo leyera.
Juana le sugirió correcciones, pero realmente esa supuesta novela estaba para ser publicada.
Tonita frecuentaba la casa de Juana y en una ocasión lo hizo acompañada de su marido. Tenían dos hijos: María Cristina y Eduardo.
De Robertis sintió algo muy particular al conocer a Juana.
De inmediato advirtió que le temblaban las manos. Desde ese momento, el científico argentino la llamaba todos los días por teléfono.
Una tarde, él le pidió que se reunieran en la casa de Juana. Ella aceptó.
Comenzaron a confesarse.

Juana tenía 59 años y mucha pena. Él tenía 38 años, casi la misma edad de Julio César. Llevaba un matrimonio sin amor. Su esposa sufría ataques de histeria que la dejaban inmovilizada por días. Él se tenía que ocupar de la casa y de sus hijos, llevándolos y trayéndolos al colegio.
Desde ese momento ambos se hicieron amigos y confidentes.
Luego se amaron.
Juana despertó al amor, pero tenía miedo que todo terminara. Rezaba para que eso no sucediera.
En la intimidad, De Robertis se dio cuenta de las marcas en sus brazos. Juana le confesó su adicción a la morfina.
De Robertis ya lo sospechaba por el temblor que le había observado aquel día.
Juana le dijo que la conseguía a través de una amiga que tenía un farmacéutico amigo que no le exigía receta.
Al preguntarle De Robertis si había intentado dejarla, ella le contestó:

“Cada noche digo que será la última”

Juana había quedado en la ruina, el titular del diario “El País” informaba que habia quebrado el Banco Francés Supervielle y que el Estado no se hacía responsable de los depósitos.
Juana, al principio, en la desesperación, pensó que era un error, pero Dora Isella se lo confirmó.
Juana lo había perdido todo, no tenía de qué vivir.
De Robertis acudió a su ayuda ante su llamado. La encontró en un ataque de nervios, tirada en el piso.
Al llegar, Doralina, la nueva empleada de la casa, la llevó junto con De Robertis a su habitación. Allí él le aplicó un sedante hasta quedar dormida.
Era lógico pensar que con toda esa situación tan grave, Juana pensara nuevamente en la morfina. De Robertis temía ello. La había sometido hacía más de dos meses y medio a un tratamiento de desintoxicación.
Era investigador, pero ante todo era médico.
Le inyectaba Sedargil en dosis decrecientes, alterando con gotas de láudano y de codeína. También vitaminas.
Pero el tratamiento no solo era ese, lo importante era que dialogaban y se amaban. Aunque era un amor imposible, allí estaba y ellos lo aceptaron así.

La situación era grave: Juana no tenía como pagar las cuentas del mes y debido a esto había recurrido a Dora Isella.
Ella la ayudaría pero con la garantía que hiciera el testamento a su favor. Las alhajas, los muebles, los cuadros, las porcelanas. Quería que le hiciera un documento que le designara su única representante y apoderada.
Juana no tuvo más remedio que aceptar y el 22 de mayo de 1952 firmaron los documentos. El escribano fue Miguel Fernández Gandolfo:

Testamento de Juana Fernández de Ibarbourou

[…]

2) Que sin perjuicio del testamento definitivo que pueda otorgar en el futuro a efecto de expresar su última voluntad respecto a una persona, su obra literaria y sus bienes diversos, otorga el presente, con el solo objeto de hacer el siguiente legado a la señorita Dora Isella Russell, de apellido materno Rohde, argentina mayor de edad y actualmente domiciliada en la finca número seiscientos ochenta y cuatro de la calle Francisco A. Vidal de esta ciudad, en actuación a la profunda amistad que la ha mantenido con la misma, el intenso cariño que ha cobrado para con ella, en agradecimiento por la preocupación constante que la señorita Russell ha puesto de manifiesto en todo momento a través de largo tiempo, y como modo de retribuir todos los servicios pecuniarios que dicha persona le hizo y satisfaciendo las deudas que tiene para con ella, le lega los siguientes objetos: un collar de perlas de cultivo, un collar de hojas de oro cincelado, dos pulseras de plata antigua, una rosa de oro con perlas en el centro que le fue enviada de Venezuela; un tintero con esmalte de Gamet, una cerámica italiana que tiene como motivo un galgo, un papagayo de porcelana de Dresden, un jarrón de Murano (la ampolla verde de Murano), dos petacas de plata cincelada (una antigua y otra moderna), un pequeño reloj de mesa de marfil y plata, dos frascos de farmacia antiguos, una chaqueta y “manchón” de zorros plateados, dos jarrones chinos antiguos que adornan la sala, que pertenecieron a Doña Lola Ferreira, el gran amor de Blanes, un broche antiguo con un gran topacio firmado, un pequeño prendedor de oro con dos esmeralditas reconstituidas, una japonesita de marfil, un dormitorio compuesto de las siguientes piezas: cama capitonée, tocador, dos mesas de luz, cómoda de caoba con espejos apartes, dos butacones tapizados y la imagen de la Virgen del Socorro que está en la cabecera de la cama, la talla mexicana en madera de la Virgen de Guadalupe. Y mis queridos perros, acerca de los cuales recomienda a la señorita Russell que sean cuidados con la misma atención que les presta la testadora.

3)Es deseo de la compareciente, que los objetos relacionados en la cláusula anterior se entreguen a la señorita Dora Isella de Russell inmediatamente que ocurra el fallecimiento de la testadora, y que todos los impuestos que generen el legado que deja hecho, así como todos los gastos que se originen por entrega del referido legado, sean soportados exclusivamente por la legataria.

4) Que con anterioridad al presente, no ha otorgado ningún otro testamento, pero que si alguno apareciese sería falso, pero para evitar cualquier duda al respecto, lo da desde ya por totalmente revocado.
Firman como testigos: Rolina Ipuche Riva, Adolfo Teófilo Achurar y Otto Ricca.

Convenio

[…]

Primero. La señorita Russell toma a su cargo el atender en el país y en el extranjero todo lo relativo a la impresión, publicación y edición de las obras literarias de la señora Juana de Ibarbourou.
En consecuencia, y sin que esta determinación implique limitar sus obligaciones, la señorita Russell se obliga a considerar las oportunidades en que deban editarse los libros, a vigilar lo relativo a traducciones, a elegir casas impresoras, distribuidoras y editoras, a vigilar las condiciones de la impresión, calidades de papel, formatos y características tipográficas, a vigilar el cuidado de las obras impresas y a controlar la debida percepción en el país y en el extranjero de los derechos de autor que pertenezcan a la señora de Ibarbourou y todo cuanto deba percibir por cualquier concepto, incluidos los que puedan corresponderle por obras de radiotelefonía, al teatro o a cualquier otro giro de difusión.

Segundo. La única retribución por todas las obligaciones que la señorita Russell contrae para con la señora de Ibarbourou, consiste en la entrega en propiedad a la primera de todos los objetos, cuadros, retratos y documentos que forman el “Museo de Juana”, organizado en la casa de la señorita Russell, en la posesión que tiene tomada de los mismos, por los cuales manifiesta esta última haberlos recibidos ya antes del acto y en otras oportunidades de la señora Ibarbourou, por lo que esta confirma a la señorita Russell, en la posesión que tiene tomada de los mismos.

Tercero. Las obligaciones que la señorita Russell contrae, son sin plazo y en consecuencia se extienden al término máximo que permitan las leyes.

Cuarto. Las divergencias, de cualquier clase, que puedan plantearse entre la señorita Russell y la señora de Ibarbourou, serán resueltas por tres árbitros arbitradores nombrados en la siguiente forma: uno por el Ministro de Instrucción Pública, otro por el Presidente de la Academia Nacional de Letras y el tercero por la Asociación Uruguaya de Escritores.
Firman como testigos: Nybia Queirolo de Regusci y Rolina Ipuche Riva.

Juana ya llevaba 4 meses de tratamiento y se sentía mucho mejor. Ya estaba cerca de abandonar la dependencia a la droga.
Amaba y se sentía amada. A pesar que De Robertis era un hombre casado y que tenía casi la edad de su hijo, se amaban.
La última dosis de Sedargil la recibió a comienzos de octubre, al comienzo de la primavera.
Juana había ganado una gran batalla.
Escribió el poema “Pausa”. Ella deseaba, por supuesto que fuera definitiva su cura.

Dulce equilibrio de amapola y viento,
de sol y tierra en cautelosa tarde.
La brasa de la luz apenas arde.
La brisa es solo tierno movimiento.

El trueno de la sangre, sigiloso,
refleja su memoria de tormenta
el ojo de la lágrima sedienta
paz de hoy a sus sales sin reposo.

Días vendrán de vértigo y centella.
Pero ahora es el reino de la estrella,
en esta paz azul, sin disciplina.

La esposa de De Robertis había descubierto la relación de Juana y su marido.
Un día se presentó a la casa de 8 de octubre y armó un gran escándalo. De Robertis llegó corriendo a detenerla y logró partir con ella en su auto.
Al otro día, llegó a lo de Juana con la cara arañada y el labio hinchado. La esposa de De Robertis se había enterado a través de un anónimo. Posteriormente lo vio salir de la casa de Juana y así lo confirmó.
La abandonó, era lo mejor.
Juana quiso guardar distancia. Toda esa situación que Tonita desparramaba, se había transformado en una bola de nieve.
Así fue que Juana decidió partir al campo de su medio hermano, Agustín Fernández, a la estancia ubicada en Fraile Muerto.
Antes de partir escribió una carta para que el matrimonio de De Robertis y Tonita no terminara.

Montevideo, 5 de noviembre de 1952

Doctor Juan Antonio de Mello:

Señor doctor: sin que me aten amistad o enemistad hacia nadie –estos meses han sido la más dolorosa y saludable lección de mi vida- antes de partir a restablecerme definitivamente, en el campo, me dirijo a Ud., médico de cabecera de la señora de De Robertis, para ver si puedo, con su asistencia serena, restablecer en esta casa, la paz que mi nobilísimo amigo el Dr. De Robertis necesita para su brillante obra científica y su felicidad doméstica. Le debo la salud, la fe que puso en mi índole fundamentalmente sana, la confianza en mi espíritu que lo llevó a tratarme no como una enviciada –dolor y desdicha irreprochable- sino como a una muy sola, desamparada y desesperada mujer, que si tomaba sin control el ya tan famoso Amystal Sódico, no era por enviciamiento, sino para tener el sueño necesario, el olvido por unas horas, de problemas que no sabía si podía ya resolver. Esta lucha en declive duró 11 años, silenciosamente desde la muerte de mi marido, y se fue acentuando con la venta de mi casa en la Rambla República del Perú, hasta ahora, y por la ruina total, por la reciente bancarrota de uno de los que parecía de los más fuertes pilares de la Banca Privada de Montevideo. Caí para morir, dejándome morir, pero he renacido con mi fe intacta, sin ninguna quebrantadura moral. El Dr. De Robertis comprendió la situación y accedió a ella como médico de lúcida conciencia. Si en un principio él traspasó el límite de sus íntimos sentimientos, ese algo se ha convertido en una límpida amistad, buen orgullo mío. Si le escribo esta carta, señor doctor, es exclusivamente por mi amigo el Dr. De Robertis, a quien debo esta compensación, este esfuerzo de reparación, por cuanto ha tenido que sufrir a causa de la asistencia que piadosamente y desinteresadamente me ha prestado. El quiere mucho a su mujer, su casa, sus niños. La esposa Ud. sabe bien señor Doctor, es una neurótica congénita. Y también Ud. sabe que esta clase de neurosis se alimenta de un terrible limo de intrigas, histrionismos, ensueños morbosos, la implacable deformación del hecho más sencillo, de la intención menos delictuosa y hasta la creación de hechos concebidos por su imaginación desbocada. Tengo en mi poder un cuaderno que ella me mandó con su pesudo novela de presunta mártir, que es todo un documento de psiquiatría. Si el señor Doctor ha leído El libro de San Michele de Axel Munte, tal vez recuerde un caso clínico similar… Allí está la historia pavorosa de la histeria universal, de la que solo están a mi alcance los experimentos de Charcot en la Salperticre. Desgraciadamente yo tropecé con esta especie. La señora de De Robertis se introdujo en mi casa, después de mucho intentarlo, contra mi voluntad, pues ya mis fuerzas no daban para nuevas amistades, tremendamente cansada por ese mar de ruido y curiosidad que siempre me cerca, a veces pueril, a veces malsano. Acallando el aviso de mis voces íntimas -¡qué infalible es el instinto!- al principio me era intolerable su melosa asiduidad.
Después, ladina y teatralmente me fue cegando en un cerco de zalamerías y generosidades. Yo no la busqué, no la llamé nunca, jamás la visité pues hago muy pocas visitas, teniendo siempre acaparados tiempo y descanso, por los que diariamente llenan mi casa… Todos ustedes familiares, médicos, algunas personas que atrajo al círculo de su amistad con sus historias de dolor, desengaño y martirio, han sido víctimas de su histrionismo congénito, de su mentira congénita, de su teatro diario y su amor por la farsa. Realmente creo que si el marido la dejase ser actriz, se curaría. Ahora lo amenaza con divorciarse, pero él lo cree y está desesperado pues en realidad la quiere mucho y adora a sus hijos. Si él se mantiene incontaminado, si no ha sucumbido a su influjo fatídico, es porque, por naturaleza, es fuerte, bueno y puro. Me he tomado el trabajo de escribir esta carta, demasiado larga, exclusivamente por la gratitud total a mi amigo el Dr. De Robertis que es uno de los mejores hombres. De las almas más hermosas que conozco. La ola de infamia de esa espantosa enferma ha querido cubrir su índole. Y existen más seres justos de los que ella pueda percibir. Si Ud. tiene alguna influencia sobre ese desdichado espíritu demoníaco -¿no eran los epilépticos y los neuróticos, los endemoniados de la antigüedad?- emplácela a favor de su amigo y mi amigo el Dr. De Robertis. Esa enferma se está consumiendo en el fuego inútil de un odio enfermizo que la va a destruir al fin, porque nada, ni salud, ni felicidad pueden fundarse en pasiones negativas. Tal vez como médico de cabecera pueda Ud. conseguir que en vez de las diarias latas de insultos, calumnia y mentiras y amenazas soeces y sin pudor, ella tome el camino de la dulzura y logre reconquistar la confianza del esposo, ya que su amor nunca le ha faltado. Y llegarán a ser felices. Yo me voy al campo por todo el verano, tal vez algo más. Esta carta no tiene contestación señor Dr. He hecho el gran esfuerzo de escribirla, por justicia y amistad. Si por ella –con su colaboración decisiva- no se lograra, solo Nuestro Señor que está en los cielos, podría secar ese fangal y hacer de él un predio de calma. Suya.
Juana de Ibarbourou

Posteriormente en el poema “Dormida en la eternidad” (Mensajes del escriba) escribió:

Tienes que convencerte, mi muy amado,
de que te quiero más que a todas las cosas
que forman mi vida.

Más que a mis perros compañeros sin castellano,
fielmente adictos, fielmente tiernos,
más que a mis pequeños lujos de marfiles y porcelanas.

[…]

Y más, mucho más, que a mi cuerpo,
que desearía que fuera como una estatua…

Te quiero, ¡ah cuanto te quiero! En el sueño
siempre te estoy soñando
y en el insomnio andas y respiras conmigo.
Invisible adorado.

¡Cuánto te quiero, cuánto te quiero,
tierno, delicado, justo gallardo!
Los dos estamos jugando
una suprema carrera en el mismo tobogán.

Pero yo me deslizo más rápida que tú,
cuando me alcances sólo tendrás junto a ti
una enamorada dormida en la eternidad.

A fines de febrero de 1953 Juana regresaba a Montevideo, con cuadernos llenos de versos, muy recuperada.
Le había hecho muy bien el campo.
Cuando llegó a su casa de 8 de octubre, Julio César la estaba habitando. Ya no estaba con su mujer, primero se separaron y luego se divorciaron, fue un matrimonio breve.
Aunque Julio César se quedaría por unos días, Juana se sintió invadida ya que, su hijo se había instalado en la habitación contigua al escritorio. Aunque él llegaba siempre a la madrugada.
El 8 de marzo, cuando Juana cumplía sus 61 años, recibió muchas flores y bombones: amigos, autoridades del gobierno, diplomáticos, todos se acordaban siempre de ella.
Todos les mandaban flores: violetas de Esther de Cáceres y su marido Alfredo, claveles rojos de Zum Felde y su mujer Clara Silva, las alegrías de Emilio Oribe y su señora.

Pero ese día recibió un ramo de 36 rosas rojas.

La tarjeta que las acompañaba decía:

Para mi Juana, muchas rosas y mucho amor.

Eduardo.

Al otro día, Juana lo llamó al Instituto de Investigación, agradeciéndole las flores e invitándolo a tomar el té.
Cuando se encontraron se dieron cuenta que su pasión seguía intacta.
De Robertis le contó que ya no estaba con su mujer, que estaba él a cargo de sus hijos.
Por su parte, Juana le presentó a su hijo, que ya partía en ese momento.
Ya no había impedimento para su amor. Concretaron una cita.

Juana estaba feliz, cantaba de alegría:

El día que me quieras, desde el azul del cielo
las estrellas celosas nos mirarán pasar…

A Juana se le presentó la oportunidad de editar sus obras completas.
La editorial era la Aguilar de España (tapa dura y papel biblia).
Juana no estaba muy convencida, sentía que era muy pronto, que era como darse por cumplida.
Dora insistía, los derechos serían para ellas y sería Dora quienes los manejaría.

“Azor” fue publicada en 1953 por Losada, en Argentina, igual que “Perdida”.
Ambos tuvieron gran éxito.

Juana se vio obligada a aceptar la edición de sus obras completas.
Dora Isella Rusell era la que decidía.

Para Juana las obras completas debían ser publicadas al final de la carrera o después de la muerte.
Ella se sentía viva, seguía escribiendo sin parar, pero lamentablemente otros tenían que decidir por ella.

El año 1953 fue un año de cambios para Juana: abandonó la morfina, venció su adicción, recuperó su autoestima, se encontró con el amor.

En mayo fue proclamada mujer de las Américas 1953 por la Unión de Mujeres Americanas de Nueva York.

Se encontraba con De Robertis cuando Doralina salía y cuando Julio César estaba en las trasnochadas o en las carreras de Maroñas. Eran los jueves de nochecita y los domingos por la tarde.
Hablaban y se amaban.
De Robertis le contaba las dificultades que se presentaban en el Instituto, las falta de recursos materiales, la espera hasta que los técnicos llegaran de Estados Unidos para reparar un equipo.
Juana se ofreció como intermediaria, lo hizo en más de una ocasión.
Una carta escrita por Juana era muy influyente.

Julio de 1953

Sra. Juana de Ibarbourou:

Querida e ilustre amiga

Qué magnífica carta me ha escrito Usted sobre el Dr. De Robertis. Es extraordinaria su percepción sobre lo que significa en nuestro medio un médico trabajador científico, como investigador y como ejemplo tenaz y asidua construcción.
Sus páginas son un brillante alegato solidario, por su autoridad y talento. Puede creer que haré lo necesario. Llamé ayer al Ministro de Salud García Capurro, quien buscará una adecuada solución.
Le agradezco su carta y me reitero, su afecto admirador y amigo.

Eduardo Blanco Acevedo
Consejero Nacional de Gobierno


Juana no había viajado nada más que a Buenos Aires. Le contaba a De Robertis que no le gustaba viajar, pero en realidad soñaba con ir a las cataratas del Níagara.
En setiembre de 1953, De Robertis fue convocado como profesor para dictar un curso en la Universidad de Washington, en Seattle. Debía ausentarse de Montevideo por tres meses.
De Robertis invitó a Juana a las cataratas del Níagara, como luna de miel, para luego viajar a Washington.
Al principio Juana se negó por varias razones: su hijo, el avión, el pasaporte, etc.
Pero en definitiva aceptó. Un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores le entregó el pasaporte oficial.
A la que no le gustó mucho la idea fue a la Dora Isella. Ella argumentaba que no quería quedarse sola pues, iban a salir las obras completas de Juana.
Juana no le dijo en ningún momento que iba con De Robertis, le dijo que iba a visitar a un matrimonio amigo. Dora igualmente, sospechaba que De Robertis estaba detrás de todo esto.

El 1º de setiembre de 1953, tres días antes de su viaje, Juana le escribió a su amigo periodista Juvenal Ortiz:

[…] Me voy el 4 a Estados Unidos, lo más a la sordina posible, para poder descansar, ver, sentir y descubrir. Dios dirá. Soy profundamente hiedra y no calculo mi aguante de ausencia. Por favor, Juvenal, ahora le recuerdo también como periodista. Le ruego que no diga una palabra de este viaje.

El 4 de setiembre ambos partieron a Washington.
Durante el vuelo, Juana escribió un romance: “Romance del duende”.

[…]

Volveré cuando él retorne
porque mi vida está en él
como en el rosal la rosa,
Y en su gris mata el clavel,
Dios bendito te cobije
en ese amor sin igual,
desde la piel hasta el alma
¡Fiel amor de eternidad!

Dios bendito me dé vida
para la suya cuidar,
como si fuera de raso
o de pulido cristal.

Juana volvió el 23 de setiembre, renovada.

De Robertis regresó para la navidad de 1953.

En noviembre de 1954, Juana volvió al Palacio Legislativo para recibir otro homenaje.

Por segunda vez recorro este solemne y memorable Salón de los Pasos Perdidos, como alucinada, caminando a través de un sueño. Me rodea el mundo. Una pequeña mujer que hace versos está hoy en el centro de un numeroso núcleo de hombres y mujeres que significan una magnífica selección de la Cultura Universal… Y nada más es porque hace versos.
La homenajeaban los 72 ministros de Cultura presentes en Montevideo para participar en la VII Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y la Cultura (UNESCO).
En dicha ceremonia estaba presente De Robertis. En aquella, donde Juana fue consagrada “Juana de América”, su esposo no lo estuvo.

Con 62 años de edad a Juana le faltaba el Premio Nobel de Literatura.

En dicha ceremonia, todos se acercaban y querían una foto con ella. En un momento, De Robertis se le acerca para saludarla y un fotógrafo congela esa imagen. El beso en la mejilla de De Robertis y la sonrisa de Juana, apareció en una foto publicada en “Mundo Uruguayo”.

Al día siguiente ellos festejaron todo lo sucedido, pero Juana decidió que esa relación debía terminar; su edad, el poco futuro que De Robertis tenía en Uruguay, sus hijos…
Juana así lo decidió, con el fin de no sufrir mucho más adelante.

En 1956 De Robertis conoció en el Instituto de Investigaciones Científicas a Nelly Armand Ugon. Se casó 6 meses más tarde y volvió a la Argentina a fines de ese año.

Juana, al enterarse escribió “Elegía de la abandonada”:

Se ha ido tan lejos ya…
Se fue con otra mujer,
ella, de blanco, sonriendo;
él, serio, con su deber
como una carga de plomo.
Yo en la orilla me quedé
mirando partir el barco
y reír a la mujer…

Al margen que Juana siempre estaba distraída, se sorprendió muchísimo cuando, en el momento que se estaba aprontando para recibir al agregado cultural de la Embajada de los Estados Unidos, Thomas Allen, abrió su alhajero en busca de una pulsera y no encontró sus alhajas.
La reunión con Tomás Allen fue muy incómoda, Juana estaba muy nerviosa y el hablaba muy mal el español.
Tomas Allen era un estudioso de la literatura inglesa, había leído “Lenguas de diamante” en inglés y tenía planes para Juana, sobre todo conferencias en universidades norteamericanas.
Cuando Tomas Allen se retiró, Juana habló con Julio César. Ella sospechaba que él estaba detrás de la desaparición de sus alhajas. Y así fue, había sido Julio César, las había empeñado en el Banco República. Esas alhajas era todo lo que le quedaba a Juana.
Prometió devolvérselas en unos días. Julio César salió de la casa de tan a prisa que casi atropella a un matrimonio que cruzaba por 8 de octubre.
Juana observaba desde la ventana.

20 de mayo de 1956

Mi Isabelita querida:

Recién hoy (a 14 días de mi ingreso al Sanatorio) me devuelven mis adminículos de escribir, aunque solo por un cuarto de hora.
Dios proveerá. Me siento mucho mejor, sobre todo por la angustia que me ahogaba. No pude despedirme de usted, porque todo se resolvió casi en minutos.
Yo sé lo que es una cura de aislamiento y silencio, como la que estoy padeciendo. No sé cómo esto puede curarlo. Diríase que agrava lo que uno tiene. En cuanto me dejen recibir se lo aviso yo misma. ¡Mi Dios, cuándo será!
Deme noticia del mundo, querida mía. Hoy es un día lluvioso y triste, que se le filtra a uno en el alma como una sombra enemiga.
Un beso con mi bendición para Carlitos.
Para Ud. toda mi ternura.

Juana

Juana fue internada de urgencia en Villa Carmen, sanatorio psiquiátrico ubicado en la avenida Garibaldi.
La orden fue del doctor Gonzalo Cáceres, cuñado de Esther de Cáceres.
Cuando Gonzalo y Esther llegaron a la casa de Juana, previo llamado de Esther dándose cuenta que Juana estaba mal, la encontraron en el dormitorio con los ojos duros. Estaba bajo el efecto de una fuerte dosis de morfina.
La jeringa y varias ampollas de Sedargil lo confirmaban.
Previo a la internación, le dieron café y le colocaron hielo sobre las venas hinchadas por la inyección.
El efecto de la droga fue pasando y Juana recuperó la lucidez.
Llorando, le confesó a Cáceres que nuevamente después de tres años de haberlo superado, había vuelto a la adicción por la morfina, desde diciembre, una o dos veces por día.
Según ella era lo único que le calmaba la angustia.
En ese momento, Juana habló de toda la situación, incluso la de su hijo, Julio César se violentaba con ella.
Juana le decía al médico:
Es un buen muchacho. Es un muchachón sin felicidad.
Juana estaba tomando dos o tres pastillas de Seconal para dormir. Lo lograba a veces.
Cuando decidieron internarla, Juana partió con el doctor y Esther, agarrada de ellos hasta el auto, rumbo a Villa Carmen.
Parecía una viejita, sin la ayuda de ellos no hubiese podido dar un paso sola.

Pasada la internación, Juana comenzó una producción literaria importante. Escribía noche y día en prosa y en verso. Respondía todas las cartas.
Recibía visitas en su casa aunque no salía.
Tenía mucho ánimo, gracias al doctor Cáceres y a su amistad con Esther.

Le escribe a Esther:

Octubre de 1958

Mi Esther querida:

Aquí me llega su generosa primavera de calas que distribuiré por toda la casa, para que en cada habitación haya algo de su espíritu angélico.
Gracias con toda mi alma.
Tengo muchas ganas de verla. Ahora que viene el calorcito, pueden venirse una tarde con el doctor a pasar un rato en esta vieja casa, donde se los quiere tanto.

Para los dos mi fiel cariño.

Un abrazo de su
Juana de Ibarbourou

A fines de 1958 visita Martín Romero, periodista argentino de izquierda y antiperonista. Lo acompañaba Osvaldo Crispo Acosta.
Dialogaron sobre la literatura y el compromiso político de los escritores.
Cuando Romero le preguntó a Juana la definición de poesía, ella le contesta:
“la poesía se hace, no se habla. Los mejores teóricos serán siempre los peores poetas”.
Para Gabriela Mistral la poesía era la síntesis del verbo.
Para Juana no conocía mejor definición para sus versos que escribirlos.
En 1959 los blancos toman el poder después de 93 años de gobierno colorado.

Uruguay enfrentaba una crisis económica agravada por grandes inundaciones que terminaron con cosechas y hacienda.
En 1959 el Poder Ejecutivo le otorga a Juana el Premio Nobel de Literatura.
Se cumplían 40 años de la publicación de “Las lenguas de diamante” y 30 años de la consagración de “Juana de América”.

A comienzos de 1960 Juana tuvo que vender su biblioteca. Fue el dolor más grande que experimentó y que la acompañó tal vez hasta su muerte.

Julio César estaba en gravísimos problemas, le debía 40 mil pesos a un prestamista, si no lo mataban. Arrodillado, le pidió la madre que la ayudara.
Juana llamó a la Casa de Gobierno para hablar con Eduardo Víctor Haedo.
Quedó en pasar a su casa de noche.
Al plantear Juana que necesitaba un préstamo, Víctor Haedo le explicó que era mucha plata para conseguirlo en el Banco República, que se podía conseguir 10 mil y con intereses muy altos.
Frente a esta grave situación, Juana le muestra la biblioteca, era lo único que le quedaba.
Haedo le podía conseguir un comprador, un amigo en la Embajada de España.
La biblioteca de Juana tenía más de cuatro mil libros y en todos los idiomas que habían sido traducidos y allí estaban los que les habían regalado y dedicado los famosos escritores: García Lorca, Neruda, Juan Ramón Jiménez.

Dos días después se había concretado el negocio.
Un Chevrolet Impala negro estacionó en la casa de Juana. Un hombre de 50 años con acento castizo, le entregó a Juana el cheque.
Al otro día a las once horas iría un camión de mudanzas con cajones y peones. Cargarían los libros.
La empleada se encargaría de recibirlos. Juana partía a la estancia de su medio hermano Agustín. No podría soportar esa situación. Llegó al amanecer a Fraile Muerto.

En marzo de 1960, Juana llegó a Montevideo, no estaba recuperada. Había sido un golpe muy duros, sus libros la habían acompañado toda la vida. Era la pena más grande que había padecido.
Todo esto aumentó su insomnio y con él las dosis de somníferos y ya estaba a un paso del Sedargil.
Esther de Cáceres notó que algo no andaba bien, pues Juana era muy atenta y sin embargo no le había agradecido las flores que le había mandado para su cumpleaños, el 8 de marzo.
Esther fue a su casa de inmediato a no obtener respuesta, pero se alegró cuando vio que Juana la recibió. Se disculpó por no haberse podido comunicar. Esther notó que sus manos temblaban, estaba delgada.
Sus Obras completas ya estaban agotadas (la segunda edición de 20.000 ejemplares, publicadas por Aguilar e iban por la tercera).
Juana le confesó a Esther que había recaído en la droga.
El doctor Gonzalo de Cáceres comenzó a visitarla 2 veces por semana. Esther iba a visitarla a su casa.
El los primeros días de mayo decidieron internarla en Villa Carmen nuevamente.
Allí fue sometida al tratamiento de desintoxicación: dosis decrecientes de morfina, gotas de láudano, codeína, vitaminas, dieta para aumentar de peso.

Le escribió a su gran amiga Isabel Sesto

4 de junio de 1960

Mi Isabelita querida:

Gracias por su carta encantadora y desde ya por los bombones que me ofrece.
En este establecimiento no se come muy bien. Ni siquiera medianamente bien. Desde que estoy, ¡ya un mes! No he tenido otro postre que dos bananas en cada comida.
Le escribo poco hoy, porque solo me dejan escribir una hora por día. Si usted puede escribirme mucho, se lo suplico. Para Ud. y nuestro Carlitos, un abrazo de la amiga que los adora.

Juana

Luego, cuando le permitieron escribir más, se dirigió a la directora de la escuela Juana de Ibarbourou de Melo, pidiéndole ayuda para un liceo en Chile que llevaba su nombre y que sufría un terremoto.

[…] Estoy en este Sanatorio magníficamente atendida y mejor del agotamiento nervioso que me estaba minando el equilibrio vital. Este descanso ha de hacerme mucho bien.
Ahora quiero pedirle un favor: que haga lo que le sea posible por el tremendo drama de Chile y se hagan presentes ante el Liceo que lleva mi nombre en la capital, Santiago. La directora se llama Elena Muñoz. Le he escrito y contribuido personalmente con lo más que he podido estando, como estoy, en silencio y sin conocimiento…

El 6 de julio de 1960, luego de 57 días en Villa Carmen, Juana regresó a su casa.

El 8 de julio la dirección del sanatorio Villa Carmen envió a los ministros de Instrucción Pública, Eduardo Pons Etcheverry, y de Salud Pública, Carlos Stajano, la siguiente carta:

Cúmplenos poner en su conocimiento que la Sra. Juana de Ibarbourou, internada en nuestro sanatorio desde el 8 de mayo pasado, se ha retirado de él, el día 3 del corriente.

La salud de Juana ya era un asunto y secreto de Estado.

De todo el mundo le llegaban invitaciones para dictar conferencias o presentar libros.
Ella no salía de su casa, así se lo contaba al periodista uruguayo Hugo Petraglia Aguirre, en noviembre de 1962.

Mi querido Hugo:

Simultáneamente me han llegado, en idénticas condsiciones económicas, cinco invitaciones para viajar: Madrid, Galicia, Colombia, Israel y nuestro departamento de Paysandú. Naturalmente, la de más valor para mi alma, la de tentación difícilmente vencida, son las de mi España.
Pero tú sabes que hasta la esquina de mi casa resulta lejana e inaccesible para mí. Ya sabes mi lucha y la atención tensa y constante por mi casa. He venido siempre dulcemente prisionera de ella y con un continuo ofrecimiento de alas para levantar vuelo inútilmente. Diles al Dr. Marañón y a mi amigo Montero Alonso, que mi destino será el mundo a través de los vidrios de mi ventana. Una invitación aceptada significaría otros compromisos a la vez. Ahora, por ejemplo Israel me editará una gran antología en hebreo y quieren que vaya a recibir personalmente el primer ejemplar. Tengo una magnífica opinión de Golda Meir. Pero aquí, tú lo sabes, soy la madre, ecónoma, la fámula, el puntal de esta casa que nunca ha sabido asentarse bien. Dios “proveerá”.
Lo único que puedo prometer seriamente, con palabra de honor, es que si a algún lado pudiera escapar un día, sería a mi España, con preferencia hasta sobre los jardines de Aladino.
Y tú sabes que si pudiera llenar una valija de mágicos frutos preciosos y comerciables, por primera vez tendría esa paz de los cuentos caseros y el tónico encogimiento de hombros ante las contingencias bancarias que me atan siempre. Tal vez no la conozca jamás. Tengo que sostener mis paredes minuto a minuto. Tú también lo sabes. Es mi destino…
Huguito, también sabes que una mujer no puede viajar como un hombre y que en ciertas cosas –Dios me perdone- soy una versificadora vanidosa y orgullosa hasta más no poder. Ni la piel, ni el espíritu se eligen…

Juana

Más allá de la fama, Juana seguía padeciendo problemas económicos.
En diciembre de 1960, la Asamblea General le votó una pensión de $ 1600 mensuales que a pesar que se le sumaba a la que percibía de su marido, no podía redondear un ingreso suficiente.

A la casa de Juana llegaron alumnos de una escuela del Centro de Montevideo. Los niños frente a Juana y a las dos maestras: Adelaida y Ema, recitaron el famoso poema “La Higuera”.
En la puerta de la sala estaba Jorge Arbeleche, joven docente de Literatura egresado del Instituto de Profesores Artigas de Montevideo. Era un admirador y un estudioso de su obra y Juana lo había conocido a través de Dora Isella Russell.
Jorge la visitaba dos o tres veces por semana. Como la casa no tenía timbre, la llamaba primero por teléfono desde el bar de la esquina y Juana una vez en la puerta, le tiraba las llaves desde el balcón.
Jorge despertaba en Juana un cariño maternal, se había ganado su confianza.

Juana ya había pasado los setenta años. Mantenía su elegancia, su expresión dulce y su sonrisa, pero su rostro estaba arrugado.
Siempre estaba coqueta: maquillaje, uñas, perfumada con fragancia francesa.
Su pelo ya el tiempo se lo había puesto cobrizo.
Juana ya no era la misma de aquella foto que la hizo famosa en 1928.
Juana conversaba mucho con Jorge hasta que llegaba Julio César, se ponía muy nerviosa y hacía todo lo posible para que la reunión terminara lo antes posible.
Juana había sufrido una caída que le había provocado una fisura al cristalino. Esto había sido causado por Julio César.
Su hijo la golpeó cayendo dos escalones pegando el perfil derecho de su cara contra el piso. Quería robarle el dinero que Juana había cobrado de las pensiones y lo logró. Lo hizo y salió corriendo.
Doralina ayudó a Juana y le pidió que no dijera nada a nadie.
Fue el doctor Meerhoff que le diagnosticó la fisura en el cristalino. Le indicó como tratamiento: colirio cada 8 horas y no forzar la vista.
No podía escribir por una semana y si salía de día, debía usar lentes negros.

A la semana Juana estaba recuperada y le escribió a su amiga Isabel Sesto:

Isabelita de mi alma:

Afloje su preciosa guardia de madre y deje que le empiece a faltar algo: dinero o ropa prolija y pronta. Si él grita y usted puede irse a la calle, salga sin una palabra, ni un portazo. Si no póngase a hablar por teléfono con alguna amiga.
Nuestra posición les molesta y ofende, pues a esa edad se creen capaces de dirigirnos y no de ser dirigidos.
Ojalá pasen pronto esos divinos y crueles 15 años de su muchacho, Isabelita. Es un sarampión universal. Que Dios la ampare.
Juana

La vida de Juana era un infierno, pero ella igual, no se sabía con qué fuerzas hacía proyectos.

Carta a su amiga Brenda Varzi de Lopéz

[…] No hay nada más sano, más tónico de más bondad vital, que hacer proyectos. Lo contrario es cubrirse con la herrumbre de la inacción y la desesperanza corrosiva. Por más descabellado que parezca un proyecto, es preferible al fatídico mano sobre mano.
Yo también hago algunos proyectos que como son lógicos y modestos los realizo. Ahora trabajo en una Antología para Barcelona, de 200 poemas que debe llevar 50 inéditos por lo menos. Es muy posible que al codicioso editor, le resulte un mamotreto. Un libro de versos con unas 300 páginas que dará ese material, en esta época es algo plúmbeo.

El 25 de octubre de 1965 Juana asistía al bautismo, con su nombre, de la escuela nº 102, en un barrio muy popular de Montevideo.
La acompañó Jorge. Llevaba una sombrilla de seda. Se dirigió al podio donde se iba a realizar la ceremonia. Fue aplaudida por las autoridades de gobierno y de la enseñanza. Estaba Esther de Cáceres.
Los niños impecables, con sus túnicas blancas y sus moñas azules la miraban con admiración, mientras sus padres gritaban: “Es Juana de América”.
Luego de la ceremonia fue invitada a descubrir un busto de ella misma realizado por la escultora Margarita Fabini.
Cuando tiró de la bandera uruguaya y su rostro cincelado con bronce quedó al descubierto, Juana pensó: “Es como verse muerta, sin estarlo del todo aún”.

Semanas después le escribe a su amiga Brenda:

[…] Mi obligada asistencia a la fiesta de inauguración de la escuela nº 102 de segundo grado con mi nombre, el 25 de octubre próximo pasado, me costó más de medio mes de reclusión en mi cuarto, con las persianas cerradas, pues fue un día de sol muy fuerte, a las 4 de la tarde, y un año de encierro me ha desentrenado totalmente. Estuve con la vista muy irritada, y recién puedo empezar a leer y escribir, pero administrando mis ojos con mucho cuidado.

Aunque no hay documentación exacta, parece que esta fue la última vez que salió de su casa, fue el último acto público al cual asistió.
Igual dentro de su casa se mantenía actualizada, continuaba escribiendo, aunque le costaba entender lo que otros publicaban. Esto se lo comentaba a Esther de Cáceres:

Yo no entiendo nada, Esther querida y estoy enquistada en un concepto de la belleza que ya ha caducado o de esta generación que para parecer renovadora y creadora de una nueva forma artística, echa mano a los más sucios trasfondos de la vida, es una generación de tontos y audaces sin sensibilidad, ni cabeza. Puede haber una decena que se salve. De los otros se hará cargo un demonio ciego y analfabeto. Tiene que ser sordo también.

También le escribió a Brenda.

Brenda:
Aquí estamos con lluvia y frío en los prolegómenos de un invierno que pronostican cruel.
Uero se trajo del fondo un pájaro en la boca, posiblemente volteado por la tormenta. Por suerte estaba intacto y luego de tenerlo un rato envuelto en una bufanda junto a la estufa lo solté por la ventana. Tomó vuelo enseguida, posiblemente feliz.
Le regalo ese acto ante Dios para su cumpleaños. La dádiva es más de Uero que mía.
Juana

En 1967 la editorial Losada de Buenos Aires publicó “La pasajera”, para muchos su obra culminante:

[…]
Erguida estoy, sin voz y sin sonrisa,
blanca en la inmensa soledad nocturna,
con la brasa del verso en la garganta
y en el pecho la sed de la aventura.

Las últimas magnolias del verano
son el claro escabel de mi fatiga.
La deshilada llama del crepúsculo
aún se mantiene viva
en la secreta red de las arterias
voy al encuentro de las Tres Marías
[…]


Jorge Arbeleche vivió en España entre 1969 y 1970. Viajó becado por el Instituto de Cultura Hispánica para hacer su tesis de postgrado sobre Antonio Machado.
Desde Madrid se comunicaba con Juana a través de cartas, permanentemente.

Juana, en octubre de 1969, le contaba:

Jorgito: No duermo de noche. Hago la siesta (con comprimidos hipnóticos), que Dios me conceda.
Este sueño químico me produce un horrible dolor de cabeza. Ahora tomé un Mejoral.

Un año después señalaba:

Jorgito: gracias por todo, querido. Estoy en una tremenda nerviosidad. No puedo casi escribir.

Sobre Dora Isella

[…] De Dora Isella, sé esporádicamente por teléfono. Dice que su madre está cada vez más consumida y que su abuela también.
Pobre alma. Con todo su orgullo y sus millones la espera una soledad muy grande… Y ella se da cuenta de su porvenir. El otro día llorando, me dijo por teléfono que no se puede mirar al espejo, pues se encuentra envejecida y fea. En realidad ha desmejorado mucho, pero tanto para aborrecerse a sí misma, no.

En agosto de 1970, poco antes de que Arbeleche llegara a Montevideo, Juana le escribe:

Jorge querido: He tenido a Julito gravísimo de una úlcera al duodeno y luego recaída, pues en su afán de recuperarse se excedió en su alimentación química. Recién empezó a levantarse unos minutos al sillón.
No imaginas qué angustia y qué gastos; cada transfusión $ 12000, cada suero $ 8000. El enfermero de la noche (en dos meses ya no doy más, ando todo el día, tú conoces la escalera y la casa) $ 2000 por noche.
Ruégales a Marañón y Romeo de Armas, que por favor, me manden contigo la edición completa de sus obras. Estoy vendiendo mis marfiles.
Jorgito adiós.

Un abrazo.

Tu mamá.
Juana

Cuando Jorge llegó a la casa de Juana no podía creer su deterioro: el olor a humedad, a encierro, palanganas que recogían la lluvia que filtraba…
Hacía menos de dos años que no la frecuentaba.
Juana estaba tan avejentada que parecía que habían pasado más de 10 años desde la última vez que la había visto.
Conversaron mucho. A Jorge le había ido muy bien.
Juana veía en Jorge todo lo que hubiera querido ver en su hijo y Jorge encontraba en Juana a su madre, que la había perdido hace cuatro años.
Jorge le contaba a Juana como la querían en España. “Perdida” y “La Pasajera” ya se estudiaban en la Universidad.
Juana a su vez, le comentaba que seguía con insomnio y encontrándose con las “Tres Marías”, cuando no escribía de noche.
Esto dejó pensando a Jorge Arbeleche.
Luego, Jorge le entregó el dinero que le mandaba la editorial de Madrid (1000 dólares).
Juana se había sacado un peso de encima cuando Cersósimo, el ministro de Educación le hacía la entrega simbólica de la casa, esto significaba que la compraba el Estado y se la daban en usufructo de por vida.

Juana pasaba en la planta alta, en el dormitorio que era de su mamá.
No bajaba nunca. No podía bajar las escaleras pero además, evitaba chocarse con Violeta, una mujer que había traído Julio César. Ella se había adueñado de la casa.
Era la doméstica, luego que Doralina se marchó, pero a parte prestaba servicios personalizados a Julio César.
En el barrio decía que era la ahijada de Juana, pero cuando atendía el teléfono se hacía pasar por su secretaria.
Llenaba la casa de velas, ya que se dedicaba a las brujerías y a las macumbas.
Juana se sentía cada vez más invadida, se lo comentaba a Jorge, ofreciéndole éste, un apartamento en el Centro. Juana se negaba a aceptarlo.
La última vez que Jorge visitó a Juana fue a fines de 1973.
Le regaló el espejo de plata que le había obsequiado Juan Ramón Jiménez. Lo había destinado para su nieto, pero como sabía que no lo iba a tener se lo obsequió a Jorge.
Fue un encuentro especial como si Juana presintiera que fuera el último.
Luego se ese encuentro no se volvieron a ver.
Juana no atendió más el teléfono ni las cartas que Arbeleche le mandó.
En esos días, su ahijada, Socorrito Villegas partió a España a buscar un nuevo horizonte como cantante lírica.
Socorrito tenía un código como Jorge, para comunicarse con Juana, hacía sonar 3 veces el teléfono y cortaba.
Si estaba cerca del aparato Juana la llamaba.
Se vieron en la tarde, tomaron el té, se rieron y Juana le regaló una pulsera de plata, una de las tres que usó el día de “Juana de América”. Juana salió a despedirla al balcón. Nunca antes lo había hecho. Las dos sabían que no se volverían a ver más.

Los últimos años de vida de Juana constituyen un misterio.
En 1976 se supo que la dictadura que gobernaba Uruguay le otorgó la condecoración Protector de los Pueblos Libres Gral. José Artigas.
Fue un invento de los militares que posteriormente se le otorgó a Jorge Rafael Videla en Argentina y Augusto Pinochet, en Chile.
Juana se opuso a aceptar ese oropel. Ella estaba lúcida y se daba cuenta que era una distinción falsa.
Pero Julio César la persuadió o la obligó.
Juana, con pelo completamente blanco, una mirada difusa, hombros inclinados, envuelta en un chal, mostrada por televisión recibió en su casa, sentada, la medalla de manos de las autoridades del régimen.
Ese gobierno había terminado con el Uruguay democrático y fue ese mismo gobierno que había prohibido que su poesía “la higuera” se enseñara en las escuelas.
Por esos días las maestras de Canelones recibieron una circular firmada por la inspección departamental de Primaria, en la que se prohibían los versos de Juana.
Las maestras sorprendidas e indignadas, preguntaban cual era el motivo.
La inspectora argumentaba que no iba a faltar algún padre que dijera que “La higuera” era el gobierno.
Juana falleció entre el 12 y el 14 de julio, tenía 87 años.
Su muerte fue comunicada el 15 de julio.
No se supo la causa real de su fallecimiento.

Su partida de defunción:

A la 0 hora 5´del día quince de julio de 1979 y en 8 de Octubre nº 3061 Juana Fernández Morales de Ibarbourou C. I. 901 144, oriental de 84 años, viuda y de profesión escritora falleció a consecuencia de cerebrocardioesclerosis avanzada, según el certificado nº 718 841 del Dr. Eduardo D´Andrea.

La dictadura decretó duelo nacional y honores de ministro de Estado.
Su cuerpo fue velado en el Palacio Legislativo, en el salón de los Pasos Perdidos, en el mismo lugar en que fue proclamada Juana de América, 50 años antes.
Con violes de fondo y un boato propio de los nuevos ricos del poder que gobernaban en ese momento el país.
Juana fue noticia de portada de los diarios uruguayos y la foto de su ataúd en el Palacio Legislativo recorrió el mundo.

Declaración de Julio César al diario “La Mañana”:

“Sus últimas días fueron muy dulces. De una gran paz: Yo me dediqué por completo a ella. Dejé mi trabajo para poder estar en todo momento a su lado”

agregó:

“su último deseo, lo que ella ambicionaba siempre y me lo hizo saber muchas veces, era que la velaran en el Palacio Legislativo”

Más allá de lo que se dijera y lo que hicieran con su cuerpo, Juana se había encontrado al fin, con las “Tres Marías”.

Julio César fue desalojado de la casona de 8 de octubre 3036 en 1986, con el retorno de la democracia del Uruguay.
Se presentó ante las cámaras acusando al gobierno de violar sus derechos.
Vivió en varias pensiones.
Falleció dos años después, el 16 de mayo de 1988, en el sanatorio Midu de Montevideo, un shock séptico. Tenía setenta y tres años.

Dora Isella Russell vendió en 1985 a la Universidad de Harvard, Estados Unidos, todos los manuscritos originales de las obras que Juana escribió desde “La rosa de los vientos” en adelante.
Falleció en el sanatorio Casa de Galicia el 8 de noviembre de 1990 de cirrosis hepático.
Sus últimos años llenos de soledad y dificultades económicas.
Eduardo De Robertis murió de cáncer en Argentina el 31 de mayo de 1988. Tenía 74 años.
Muchos científicos argentinos y uruguayos coincidieron en que De Robertis merecía ser candidato al Premio Nobel.

La casa que Juana vivió 32 años fue rematada por el Estado y adquirida por un particular para oficinas. No ha sufrido grandes cambios. Hoy es sede de una empresa que se dedica a la importación y venta de libros de inglés para estudiantes de primaria y secundaria.

Amphión fue demolida en 1990 y se construyó un gran edificio que mantuvo el nombre y la numeración de la puerta: Rambla República del Perú 1503.

La casa de la calle Comercio 318, donde Juana fue feliz, se mantiene casi igual. Hoy la calle es Mariscal Solano López 1412. El lugar parece mágico, como si Juana no se hubiese ido del todo.

Redacción y Recopilación de Datos: Valentina Garcés Campbell.

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