Gabriela Mistral - (1889 - 1957)

Cronología – Material Extraído de: “DE LA VIDA Y OBRA DE GARIELA MISTRAL”de GASTÓN FIGUEIRA – Impreso en Montevideo – Uruguay – 1959 y de Revista CHARONÁ-

1889 - 7 de abril - en las primeras horas de la madrugada, en la región chilena de Coquimbo, en la entonces población de Vicuña, junto al río Elquí, muchos kilómetros al norte de Santiago de Chile, nació Lucila Godoy Alcayaga, quien ganaría un sitial privilegiado en la literatura universal con el nombre de Gabriela Mistral.
Fueron sus padres Jerónimo Godoy Villanueva y Petronila Alcayaga, casada en segundas nupcias. Viuda de su primer marido, dicha señora tenía una hija de ese matrimonio, Emelina Molina Alcayaga.
La infancia de Lucila transcurrió en la muy pequeña población de Monte Grande. Emelina quien inició a Lucila en las primeras enseñanzas: lectura, escritura, aritmética, quien luego Lucila ampliaría en una escuela pública de Vicuña.
Al ser hija de un maestro de escuela, sintió desde temprano el llamado vocacional de la docencia, dedicándose a la misma gran parte de su vida: desde la humilde escuela rural, a los centros secundarios y universitarios de su tierra y aún en el exterior.

1903 – Publica sus primeros versos en modestos periódicos de la Villa La Serena. Son estrofas de un romántico tono quejumbroso. Dos influencias se irán manifestando luego de su literatura: Vargas Vila y Rubén Darío.

1904 – Colabora en “La Voz de Elqui”, periódico de Vicuña, con prosas de enfático tono vargasviliano. Para el ambiente provinciano de la época, esas prosas parecieron bastante revolucionarias –aunque bien leídas son naturalmente ingenuas- e influyeron para que Lucila fuera rechazada en el instituto especializado en que quiso iniciar sus estudios magisteriales. Pero, felizmente, gracias a su poder de voluntad, realiza su aprendizaje en soledad, con sus libros, con un admirable espíritu autodidacta. Asimismo, conoce poco a poco la realidad viva de la escuela.

1905 – Se inicia en la enseñanza primaria, como ayudante en la escuela de Compañía Baja, pequeña población cercana a La Serena.

1906 – Ayudante en la escuela de La Cantera. En esta población vive Romelio Ureta, joven empleado ferrocarrilero, a quien se atribuye un noviazgo con Lucila (cosa distinta es la vinculación que pueda haber entre R, Ureta y los numerosos poemas dolorosos que luego escribirá la autora).

1909 – El 25 de noviembre, en Coquimbo, se suicida Romelio Ureta. En uno de sus bolsillos aparece una tarjeta amistosa enviada por Lucila.

1910 – Lucila ejerce el magisterio en la escuela de Barrancas. También realiza, en la capital de Chile, un brillante examen de competencia en la escuela Normal Nº 1.

1911 – Se inicia en la enseñanza secundaria, como profesora de historia de historia en el Liceo de Antofagasta. Sus versos aparecen en la prensa chilena, son reproducidos en otros países de América.
En su poesía se advierte la influencia de la Biblia, que en su niñez leía a una abuela, madre de su padre.

1912 – Enseña lenguaje y geografía en el Liceo de los Andes. Conoce a Pedro Aguirre Cerda, noble amigo que la ayudará a progresar.

1914 – El prestigio de la escritora se agranda, dentro del ámbito chileno, con su triunfo en los Juegos Florales, celebrados en Santiago, el 22 de diciembre de 1914.
Tenía que firmar su trabajo con un seudónimo y utiliza uno en que fija su admiración por la obra de Dante Gabriel Rossetti y de Federico Mistral. Nace aquí literariamente, Gabriela Mistral, suplantando a Lucila Godoy..
Los Juegos Florales se realizan por iniciativa de la Sociedad de Escritores y Artistas de Chile. Triunfa como dijimos anteriormente, Gabriela Mistral, con tres de sus “Sonetos de la Muerte” (que los escribiera desde muy jovencita).
Luego de estos sonetos, su obra ha sido ampliamente superada, incluso el mismo tema de la muerte ha sido mejor realizado en algunas de sus páginas de “Desolación”, tales como “Interrogaciones”, “El ruego”, “Dios lo quiere”, “La obsesión” y, sobre todo, “El poema del hijo” y “Éxtasis”.

1918 – Por influencia de su amigo Pedro Aguirre Cerda a la sazón Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Gabriela se dirige a Punta Arenas, como directora del Liceo de Niñas de esa ciudad, liceo del que es, además, profesora de lenguaje.

1920 – Ejerce la dirección del Liceo de Temuco.

1921 - Directora del Liceo de Niñas Nº 6 de Santiago. Aunque todavía no ha publicado ningún libro, es famosa en la mayoría de los países de América, como poetisa de honda y austera expresión.

1922 – José Vasconcelos, que en el gobierno de Obregón, en México, ocupa el importante puesto de Secretario de Educación Pública, es designado para representar a su país en las conmemoraciones de la independencia del Brasil. Luego de concurrir a Río de Janeiro, regresa a México por la vía de Chile. En Santiago, en una memorable entrevista con Gabriela, la invita a pasar una larga temporada en México, para colaborar con la creación de numerosas bibliotecas populares.
Parte Gabriela de Valparaíso, rumbo a Veracruz, atravesando el Canal de Panamá. En su pasaje por La Habana es homenajeada por un grupo de escritores y periodistas. En México la rodean los poetas, en un almuerzo en el bosque de Chapultepec. Reside en una quinta de San Ángel, en los alrededores de México. Allí se inaugura la escuela “Gabriela Mistral”, escuela-taller, cuyas alumnas tenían entre quince y treinta años. En dicha inauguración, Gabriela habla, en su discurso, del “don de las almas, el mayor que ve la luz”. Desde New York, el Instituto de las Españas le solicita los originales de su obra inédita, para editarlos. Aparece “Desolación”.
Muy importante es recalcar que Gabriela Mistral, en México, llevó a cabo la reorganización de la enseñanza pública junto a José de Vasconcelos.

1923 – Viaja por México, escribe sus “croquis mexicanos”, publica –por intermedio de la Secretaría de Educación Pública su libro “Lecturas para Mujeres”. En Santiago de Chile aparece la segunda edición, aumentada, de “Desolación”.

1924 – abril - parte a Estados Unidos, actuó como profesora en el Barnard College de Nueva York.
De allí parte a Italia, Suiza, Francia y España. Publica artículos relatando diversas entrevistas: Romain Rolland, Ada Negri, Giovani Papini, etc.
Aparece su libro “Ternura”.

1925 – En La Coruña embarca para Valparaíso. Desciende unas horas en Montevideo, donde es cálidamente homenajeada.

1926 – Regresa a Europa y forma parte del Instituto de Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones, fundada luego de la Gran Guerra (1919), antecesora de la ONU.

1927 - Concurrió al Congreso Mundial de Educación, en Locardo (Suiza), inmediatamente al de Protección de la Infancia, en Ginebra (Suiza) y por último a Roma, donde representó al Consejo de la Sociedad de Naciones ante el Instituto Cinematográfico Educativo celebrado en la capital italiana.

1928 - Representó a Chile en el Congreso Internacional de Madrid.

1930 – Viaja por Centroamérica.

1932 – Ingresa a la diplomacia, durante la Presidencia chilena de Juan E. Montero. Ocupa el consulado de Nápoles.

1933 – Es Cónsul en Madrid.

1935 - Cónsul en Lisboa

1938 – Encontrándose en Río de Janeiro, es invitada para participar en los Cursos Sudamericanos de Vacaciones realizadas en Montevideo (Uruguay). Participó en un acto público, junto a Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni, en el Instituto de Enseñanza Secundaria A. Vázquez Acevedo.
En dicho acto, cada una de las escritoras habla de la creación poética, en una especie de autobiografía lírica.

Visita también Buenos Aires y Mar del Plata. Aparece en ese mismo año (1938), en Buenos Aires su libro “Tala”, el que ella prefiere entre toda su obra, en el cual resalta el amor maternal y sus apasionados sentimientos femeninos.

Recordemos que escribió sobre Uruguay: “...Hay en América un pequeño país –el Uruguay- que todos aceptaríamos por patria, porque tiene no sé qué de la perfecta madre...”

1939 – El estallido de la guerra la sorprende en Niza.
Viaja al Brasil, donde ocupa el Consulado de Petrópolis.

1945 - Fue la primera figura literaria latinoamericana que alcanzó el Premio Nóbel de Literatura. Viaja a Estocolmo, para recibir tan trascendente galardón.
Un honor no sólo para ella sino también para toda América en general.

Anterior al Premio Nóbel, Chile la designó por una ley, Cónsul de la República en el lugar que ella eligiera... Ya había elegido: era ciudadana del mundo y fue en ese momento la única mujer de habla hispana que mereció ese galardón.

Cabe destacar, por lo detallado anteriormente, que su vida en el exterior fue muy intensa:, con brillante actuación en pro de la infancia.

1948 – Luego de viajar largamente por Europa, Estados Unidos y el Caribe (pues el gobierno de su patria ha creado una ley especial, que le permite elegir el lugar de su residencia, como cónsul de Chile), luego de visitar las maravillosas ruinas mayas de Uxmal y Chichen-itzá, se establece en Veracruz (México), donde el gobierno del Dr. Alemán le ha regalado una casa. En la nochebuena de este año, es invitada a hablar en las fiestas populares de Fortín de las Flores, encantador lugar donde la exhuberancia tropical se va afinando en la sobriedad del altiplano.
Allí, mientras los niños rompen la clásica “piñata”, Gabriela recuerda que “en donde se acaba las calles enfiestadas y se calla el tamborileo y se corta la danza, existe un tendero de desnuditos, semejantes puestos en cunas que no lo son, y resobándose contra el pellejo del perro que los abriga, hambreados desde el vientre materno, mostrando su estropeo en el hueso y la carne y mirando con ojos opacos a su María y su José, que van y vienen por la pocilga oscura. A lo largo del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, yo he visto dormir de ese modo al chiquito indio, al mulato, al negro, al mestizo. Pongámonos a cancelar la vieja deuda no pagada y crecida, que ya nos abrasa la conciencia.”

1950 – Aparece su libro: “Poemas a las madres”

1954 – Coincidiendo con su viaje triunfal a Chile, en un barco que se detiene en puertos y puertecitos, para recibir el homenaje del pueblo, aparece en Santiago su libro “Lagar”.

1957 – Fallece el 10 de enero en el Hospital de Hampstead, pequeña ciudad industrial de New York.
Sus restos son trasladados a Chile, por vía aérea. En Santiago se realizan, en su honor, unas exequias monumentales. De acuerdo a su voluntad, sus restos mortales descansan en la pequeña población de Monte Grande donde pasó los mejores años de su infancia.

1958 – Aparece en Santiago su libro “Recados contando a Chile”, que reúne aquellas prosas en que el paisaje, la literatura y el tipismo chileno se expresan con mayor intensidad.

Ya jubilada, cambió su actividad docente por una relación directa con el niño del mundo y sus problemas. Tanto fue el amor por ellos, que en su testamento dispuso que el destino de los fondos de sus obras literarias fuera para los niños pobres.

Fue una mujer excepcional que sintió muy hondo y llevó siempre consigo, enalteciéndolo, un amor muy firme por Chile y por toda América.

Era cristiana y creía que ello era la clave para la salvación de los pueblos. Así lo expresó exactamente:

“Soy cristiana y decididamente demócrata. Pienso que el cristianismo, con su profundo sentimiento social, puede salvar los pueblos”.

Murió en Nueva York, en el año 1957.


“Guardiana de la vida”, “socia natural de todos los negocios vitales”: nada mejor que esta autodefinición para caracterizar a Gabriela Mistral.

En el seudónimo adoptado, Lucila Godoy Alcayaga supo reunir el ángel que anunció a María el nacimiento de Cristo (Gabriel, Gabriela) y ese viento (mistral) que habita su palabra y que ansía venir a donarnos su frescura.


Lucila Godoy Alcayaga –mundialmente conocida por su seudónimo de Gabriela Mistral- produjo su nutrida labor en prosa y verso, sin preocuparse de agruparla en libros. Salvo los cuatro volúmenes de poesías: “Desolación”, “Ternura”, “Tala” y “Lagar”, el resto de su activa producción literaria permanece disperso y en parte desconocido.
Nada le fue indiferente.
Ella dijo de sí que había nacido “como una guardiana de la vida y como una socia natural de todos los negocios vitales.” Solía decir que tenía el oficio de andar por todas partes y ciertamente, así le acontecía.
Anduvo, andariega como Santa Teresa, en un desasosiego espiritual contradictorio con su anhelo terrícola de planta perenne y para un solo rincón umbrío: su pueblecito cordillerano.
Alguna vez dijo confesándose: “Yo que no sé reír y aliviarme con la ironía”; y, sin embargo, quienes tuvimos la alegría inolvidable de dialogar con ella, recordamos la inmarcesible gracia de su sonrisa, que era muestra incontestable de su bondad y tamiz de esa risa franca de que ella creía estar privada.
En su vida se desengañó de muchas cosas, de muchas ideas y de muchos hombres, porque rechazaba “la hipocresía estupenda de las neutralidades”.
Amó la humildad del Pobrecillo de Asís, y fraternizó con todos los humildes que hacia ella fueron en procura de pan espiritual.
No estuvo ausente, ni negó su presencia cuando el reclamo de la verdad solicitó su palabra, y supo prodigarla con generosidad para todas las madres del mundo, para todas las maestras y los niños del mundo, para todos los pueblos privados de libertad democrática.
Cantó a todos los niños de la tierra.
Confesaba no haber padecido nunca la manía política. No ocultaba que una de sus “bravas pasiones” era la “pasión forestal”.
Pocas mujeres de su época podrían superar el número y la calidad de los homenajes que le fueron tributados en Europa y en América. Escuelas y universidades la recibían jubilosamente para honrarla y escuchar su palabra. Gabriela pasaba entre los aplausos, con su sonrisa frecuente, aunque un poco triste, mostrando así su agradecimiento.
Escuchaba las alabanzas con bondadoso y asombrado reconocimiento, porque era –y lo dijo en la Universidad de Guatemala cuando le confirieron el doctorado “honoris causa”- de las que “no dejan de seguir viendo su propio contorno y lo miran implacablemente en su línea verdadera”. Por eso le afligía “la honra rebosante, como aflige al pintor de mirada modesta, el trazo abultado que desequilibra la masa”.
Hablaba pausadamente, sonriendo, y cuando le aparecía el gesto duro de la araucana que llevaba dentro, sus ojos lucían un brillo sorprendente, como si una luz interior brotara de ellos, para desbaratar sombras e iluminar caminos.
La fuerza interior le venía de lo indio y lo vasco que había en ella.
Siempre estaba yendo y viniendo, en obsesivo afán por encontrar el rumbo seguro hacia la verdad definitiva.
Tenía una bondad perdonadora de raíz magisterial, que era de herencia materna.
De la escuela pensaba que “debe estar plantada en el medio de la vida, como un árbol recogiendo el ambiente con poros vivos”.
Cuando ¡a los cuarenta años se sentía envejecer! reclamó la prioridad docente para la madre, para cualquier madre porque no ve a “los niños en montón”, ni “entiende servirlos como a una clientela, con sus conocimientos”... Y eso que un día dijo a la “madre” defendiendo a la “maestra rural”:

Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
y en solar de tu hijo, de ella hay más que de ti”

Creía en la necesidad de darle al niño y al adolescente, como seguro báculo para andar por los caminos de la vida, libros de lectura fertilizante – “fermental”, diría Vaz Ferreira-, porque la vocación del explorador despierta más pronto y mejor, con las lecturas de las hazañas de Mayne Reid que con los arideces del texto de geografía.
Fue desde los comienzos hasta el final de sus días una apasionada de la paz.

En lejana confesión autobiográfica, dijo con absoluta sinceridad y prístina precisión:

“Soy cristiana de democracia total. Creo que el cristianismo, con profundo sentido social, puede salvar a los pueblos. He escrito como quien habla en la soledad, porque he vivido muy sola en todas partes. Mis maestros en el arte y para regir la vida: la Biblia, el Dante, Tagore y los rusos. Mi patria es esta grande que habla la lengua de Santa Teresa, de Góngora y de Azorín. El pesimismo es en mi una actitud de descontento creador, activo y ardiente, no pasivo. Admiro, sin seguirlo, el budismo, por algún tiempo cogió mi espíritu.
Mi pequeña obra literaria es un poco chilena por la sobriedad y la rudeza. Nunca ha sido un fin en mi vida; lo que he hecho es enseñar y vivir entre mis niñas.
Vengo de campesinos y soy uno de ellos. Mis grandes amores son mi fe, la tierra, la poesía.

Escribió versos en que el sentimiento y el pensamiento privaban sobre los afeites rítmicos y las palabras vacías de sentido.

En “Desolación” expresó el nacimiento del amor, más tarde se extendió y derramó hasta ser amor al prójimo, amor universal.
Tenía una maternal ternura y un profundo sentido de fraternidad humana.
Su prosa es una de las más bellas de la literatura hispanoamericana. Escribió como hablaba: con gracia, con profundidad, con dominio de la expresión, con atractivo, con interés.
Su lenguaje tierno e infantil, muchas veces se elevaba, a un estilo de orfebre, pulido y trabajado.
Su prosa: espontánea y llena de sabores, siempre aparece con su generosa posición de humanidad frente a la vida.
La voz de Gabriela tenía el encanto de una voz maternal y la gentileza bondadosa de una prestancia inolvidable, que eran en ella la flor de la simpatía, de la ternura y de la gracia.

Gabriela Mistral: mujer extraordinaria que predicó con el ejemplo de una virtuosa, su religión de paz; y que la practicó con el propósito ecuménico de cimentar en una indestructible fraternidad, el milagroso sueño de un mundo libre.

Material Extraído de “Páginas en prosa” de Gabriela Mistral – Editorial Kapelusz S.A. Impreso en Argentina – 1981.
Comentario – José Pereira Rodríguez – 1959.


NUESTRO PORTAL SELECCIONÓ PÁGINAS EN PROSA POR CONSIDERARLO TESTIMONIO DE SU PENSAMIENTO.

CÓMO ESCRIBO

En una tarde de enero de 1938, durante los Cursos Sudamericanos de Vacaciones que se celebraban en Montevideo, se reunieron en el patio de la Universidad, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, para contar cómo escribían sus versos. Gabriela, luego de hacer el cumplido elogio de Alfonsina y de Juana, dijo las siguientes palabras:


Las mujeres escribimos solemnemente como Bufón, que se ponía para el trance su chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con toda solemnidad a su mesa de caoba.
Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa.
Escribo de mañana o de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la razón de su esterilidad o de su mala gana para mí...
Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa; siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me da borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.
Mientras fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, sobre la carne caliente del asunto.
Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez deja ver el paisaje y la gente extranjeros.
Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera.
En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua, exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.
Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa...
He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío por ser demasiado enfático.
Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer.
Escribir me suele alegrar, siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es una sensación de haber estado por una horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.
Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalarme espacio, y este apetito de espacio lo tienen mi vista y mi alma.
En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en un caño que iba por la calle lado a lado conmigo, o siguiendo los ruidos de la naturaleza, que todos ellos se me funden en una especie de canción de cuna.
La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma; pero la ajena mucho más que la mía. Ambas me hacen correr mejor la sangre; me defienden la infantilidad del carácter, me aniñan y me dan una especie de asepsia respecto al mundo.
La poesía es en mí, sencillamente, un regazo, un sedimento de infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta de no sé qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino una muestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.

* Jorge Luis Leclerc, conde de Bufón (1707-1788): Escritor y naturalista francés, a quien dio universal renombre su monumental “Historia Natural”, publicada en 36 volúmenes, desde 1749 a 1788.

EL OFICIO LATERAL

Empecé a trabajar en una escuela de la aldea llamada Compañía Baja a los catorce años, como hija de gente pobre y con padre ausente y un poco desasido. Enseñaba yo a leer a alumnos que tenían desde cinco a diez años y a muchísimos analfabetos que me sobrepasaban en edad. A la directora no le caí bien. Parece que no tuve ni el carácter alegre y fácil, ni la fisonomía grata que gana a las gentes.
A la aldea también le había agradado poco el que le mandasen a una adolescente para enseñar en su escuela. Pero el pueblecito con mar próximo y dueño de un ancho oliva a cuyo costado estaba mi casa, me suplía la falta de amistades. Desde entonces la naturaleza me ha acompañado valiéndome por el convivo humano; tanto me da su persona maravillosa que hasta pretendo mantener con ella algo parecido al coloquio...
Un viejo periodista dio un día conmigo y yo di con él. Se llamaba don Bernardo Ossandón y poseía el fenómeno provincial de una biblioteca, grande y óptima. No entiendo hasta hoy cómo el buen señor me abrió su tesoro, fiándome libros de buenas pastas y de papel fino.
Con esto comienza para mi el deslizamiento hacia la fiesta pequeña y clandestina que sería mi lectura vesperal y nocturna, refugio que se me abriría para no cerrarse más.
Leía yo en mi aldea de la Compañía como todos los de mi generación leyeron: “a troche y moche”, a tontas y a locas, sin idea alguna de jerarquía.
El bondadoso Ossandón me prestaba a manos llenas libros que me sobrepasaban: casi todo su Flammarión, que yo entendería a tercias o a cuartas, y varias biografías formativas y encendedoras. Parece que mi libro mayor de entonces haya sido un Montaigne, donde me hallé por primera vez delante de Roma y de Francia. Me fascinó el hombre de la escritura coloquial, porque realmente lo suyo era la lengua que los españoles llaman “conversacional”. ¡Qué lujo fue, en medio de tanta pacotilla de novelas y novelones, tener a mi gran señor bordalés hablándome la tarde y la noche y dándome los sucedidos ajenos y propios sin pesadez alguna, lo mismo que se deslizaba la lana de tejer de mi madre! (Veinte años más tarde ya llegaría a Bordeaux y me había de detener en su sepultura a mascullarle más o menos esta oración de gracias: -“Gracias, maestro y compañero, galán y abuelo padrino y padre”.)
Mucho más tarde, llegaría a mi el Rubén Darío, ídolo de mi generación y poco después vendrían las mieles de vuestro Amado Nervo y la riqueza de Lugones.
¡Pobrecilla generación mía, viviendo, en cuanto a provinciana, una soledad como para aullar, huérfana de todo valimiento, sin mentor y además sin buenas Bibliotecas Públicas!
Ignoraba yo por aquellos años lo que llaman los franceses el “métier de coté”, o sea, el oficio lateral; pero un buen día él saltó de mi misma, pues me puse a escribir prosa mala y hasta pésima saltando casi en seguida desde ella a la poesía, quien por la sangre paterna, no era jugo ajeno en mi cuerpo.
Lo mismo pudo ocurrir, en esta emergencia de crear cualquier cosa, el escoger la escultura, gran señora que me había llamado en la infancia, o saltar a la botánica, de la cual me había de enamorar más tarde. Pero faltaron para estos ramos, maestros y museos.

La especie de consolación que da la música, sea profunda, sea ligera, alcanza a viejos y a niños y puede lo mismo sobre el culto que sobre el palurdo.
Y del consolar, la música se pasa al confortar, y hasta al enardecer, como lo hace en los himnos heroicos, tan escasos, desgraciadamente en nuestros pueblos.
Ello tiene no sé qué poder de ennoblecimiento sobre nuestra vida, y por medio de cierta purificación o expurgo sordo que realiza sobre las malas pasiones.
En una de las almas que yo más le amé a Europa, en Romain Rolland (1866-1945- además de ser novelista, este autor tuvo la pasión de la música y un conocimiento profundo de ella en su doble faz, técnica e histórica), el piano cumplía el menester de oficio colateral a toda anchura. Metido en su propio dormitorio, como si fuese hijo, el ancho instrumento hacía de compañero al maestro, tanto como la hermana ejemplar que fue Magdalena. Y tal vez a la música debió el hombre viejo la gracia de poder escribir hasta los setenta y tantos años.
Varios novelistas franceses viven a gran distancia de las ciudades, repudiando la vida urbana por más de que ella parezca tan ligada a su profesión de hurgadores y divulgadores del hombre. Lo hacen por tener un acre o media hectárea de espacio verde. Y hacen bien, pues regalar a la propia casa un cuadro de hierba y flores no es niñería ni alarde, que es asegurarnos el gozo visual de lo vivo, el oreo de los sentidos y la paz inefable que mana de lo vegetal y hace de la planta “el Ángel terrestre” dicho por los poetas, Ángel estable de pies hinchados en el humus.
Un auge muy grande ha logrado en Europa el bueno de Tagore, (Rabindranath Tagore –1861 – 1941, poeta y pedagogo hindú nacido en Calcuta) a quien me hallé en Nueva York vendiendo cuadros suyos. Ustedes saben que el maravilloso hombre hindú era también maestro como que daba clases en su propia escuela que él llamó con recto nombre “Morada de Paz”.
Checoslovacos, nórdicos y alemanes tienen en gran aprecio a la madera labrada por las manos. Como que ellos son dueños de bosques alpinos, renanos y de selvas anteárticas.
Muchos maestros participan en la graciosa labor llamada carpintería rústica.
Los muebles toscamente naturales y pintados, nada tenían de toscos, estaban asistidos de gracia y además de intimidad.
Respecto de Italia casi sobra hablar. Ella es, desde todo tiempo, la China de Europa, por la muchedumbre prodigiosa de sus oficios, por la creación constante de géneros y estilos y también porque la raza tenaz hurga incansablemente arrancando materiales a su poca tierra y a su mar. Recordemos a María Montessori (1870-1952), creadora de uno de los nuevos métodos de la pedagogía activa, que preconiza la simultaneidad del ejercicio muscular con el trabajo mental, para la enseñanza de los niños.
No sobra recordar aquí a la California americana, zona donde la jardinería se pasa del amor a la pasión. En ese edén creado sobre el desierto mondo, los maestros se sienten en el deber de saber tanto como los jardineros de paga sobre el árbol y la flor, la poda y los injertos, los abonos y el riego. Horticultura y floricultura son allí oficios de todas las edades y suelen aparecérseme a la casa hasta los niños a ofrecerme servicios que suelen resultar bien válidos.
Nosotros, la gente del Sur hemos de llegar a la misma pasión.
Siempre se dijo que la profesión humana por excelencia, en cuanto a primogénita, es el cultivo del suelo, sea él óptimo, amable o rudo.
Les confieso que yo, ayuna para mi mal de la música e hija torcida de mi madre bordadora, a la cual no supe seguir, me tengo como único oficio lateral el jardinero y les cuento que dos horas de riego y barrido de hojas secas me dejan en condición de escribir durante tres más: sol e intemperie libran de ruina a los viejos; el descanso al aire libre es mejor que el de la mano sobre la mano.
El trabajo manual, todos lo sabemos, sea porque suele cumplirse a pleno aire, sea porque la fatiga de los músculos resulta menos mala que el agobio del cerebro, puede salvar en nosotros, junto con la salud, la índole jocunda, el natural alegre. Manejada con tino, y más como distracción que como faena, la labor manual se vuelve el mejor camarada y un amigo eterno. Añádase a esto aún el hecho de su experiencia nos hace entender la vida de la clase obrera. El tajo absoluto que divide, para desgracia nuestra, a burgueses y trabajadores, viene en gran parte de la ignorancia en que vivimos sobre la rudeza que hay en el trabajo minero, en la pesquería, en ciertas industrias que son mortíferas y también en la agricultura tropical. Quien no haya probado alguna vez en su carne la encorvadura del rompedor de piedras o la barquita pescadora que cae y levanta entre la maroma de los oleajes y quien no haya cortado tampoco la caña en tierras empantanadas, ni haya descargado fardos en los malecones, no podrá nunca entender a los hombres toscos de cara malengestada y alma ácida que salgan de esas bregas. Y estos hombres suelen ser los padres de aquellos niños duros de ganar y conllevar que se sientan en nuestras escuelas.
Vi en Europa que maestros jubilados con pensiones irrisorias, se han puesto a mercar con la artesanía aprendida como mero deporte. Así viven ellos hoy y van sacando a flote su pan, de modo que el menester colateral fue promoviendo a oficio único y da de comer, y paga al viejo, médico y medicinas.
Algunos de ustedes se van a decir ahora: “¿Y por qué a Gabriela le importa tanto defendernos del tedio y quiero poner solaz a una profesión cuya índole siempre será dura y producirá agobio?”.
Yo les respondo que la felicidad, o a lo menos el ánimo alegre del maestro, vale en cuanto a manantial donde beberán los niños su gozo, y del gozo necesitan ellos tanto como de adoctrinamiento.

EL SENTIDO DE LA PROFESIÓN

En la Universidad de Puerto Rico y en el acto de graduación correspondiente al curso de 1931, Gabriela habló en representación oficial para los jóvenes egresados el 27 de mayo de aquel año lectivo. Su conferencia tuvo cierto aire conversacional –a que era muy afecta-, sin dejar de ser una ocasión y una forma de decir en voz alta su modo de pensar sobre palpitantes y permanentes problemas universitarios, en lo atinente a la trascendental oportunidad de decidir la elección de oficio o de profesión. De aquella conferencia, que íntegramente publicó “La Nación” de Buenos Aires el 24 de enero de 1932, seleccionamos lo medular de la disertación.

...La ocupación humana especializada, el menester profesional, la función intelectual o manual que hace vivir y me da de vivir, han crecido enormemente como indicadores del rango del individuo.
Y es que tal vez la única cosa importante en este mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester.
El oficio es cosa superiorísima al amor y aun al más sólido bloque de amor.
Suelo mirar la profesión sin ajadura, sin ningún estropeo de la costumbre, más bellamente bruñida mientras más vieja, a la que embellece cada hijo nuevo, en tanto que el cuadro de la pasión amorosa suelo verlo tan estropeado del uso, tan ensuciado por las pecas cotidianas del hábito, que entristece mirarle el de metal innoble que el tiempo rebaja de precio y envilece.
Tiene mucho de verdad una afirmación anónima en mi memoria, y que yo leí hace años. Aseguraba ella que todo el desorden del mundo viene de los oficios y de las profesiones mal o mediocremente servidos.
Así, pues, pensaba yo, ¿no hay otra fuente que esa, del mal colectivo? ¿No existe al lado de ese daño un desquiciamiento espiritual del mundo? ¿No hay problemas sociales de orden económico que causan la desgracia común?
He conocido la cara de casi todas las crisis en varios pueblos, dándome cuenta al final de que el asiento geológico de los males más diversos era el anotado: los oficios y las profesiones descuidadamente servidos.
Político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, sacerdote mediocre, artesano mediocre, estas son nuestras calamidades verdaderas.
Religión, moral, economía, pedagogía, forman solamente un cortejo ilusorio de la única realidad constituida por el oficio.
La profesión se me ha vuelto a mí y quisiera que se les volviese a ustedes, la columna vertebral que nos mantiene la línea humana, la vertical del hombre, y lo demás se me ocurre ser carne servil y a veces muelle, o una decoración de gestos y sonrisas.
Conversaba yo una vez con Ramiro de Maeztu (1875-1936 –Sociólogo y escritor español de la generación del 98, que entre otras cosas desempeñó funciones diplomáticas en el Río de la Plata) sobre las diferencias que corren entre sajón y latino.
El latino sería un hombre que suele desarrollar sus morales al margen de su profesión de que vive; el sajón sería casi siempre un hombre que trenza la moral adoptada con su oficio. Maeztu se puso a contarme cómo los obreros suizo-alemanes de relojería, por ejemplo, consideraban el reloj construido de su mano como una especie de testimonio personal, de rúbrica de su honradez y de piezas de su responsabilidad completa.
Nosotros conocemos tipos bastante opuestos al del relojero suizo. El abogado defensor de pleitos turbios suele pensar que su honorabilidad personal sufre poco o nada de sus defensas deshonestas; el médico torpe, por descuido en sus curaciones, duerme , come y vive tranquilamente, encima de su degradación profesional; el pedagogo que se consiente didáctica del 1800, estima que el no informarse y el sestear sobre pedagogía relevada, no tiene gran cosa que hacer con su probidad de hombre, y en nosotras las mujeres, que concedemos importancia segundona a las cosas que no son el amor, este negocio anda más o menos lo mismo.
Es el latinoamericano quien ha hecho una cortadura traicionera entre oficio y moral, entre función pública y conducta individual. Hasta tal punto sube entre nosotros esta falta, yendo desde la culpa al delito, que ya el grado universitario o el título oficial dicen bastante poco, y son más bien aproximaciones que afirmaciones.

Yo me permitiría señalar semejante misión a los jóvenes de cuya graduación soy testigo, en cuanto a vieja amiga de la gente moza, y en cuanto a mujer entrañablemente interesada en esto de la decadencia y la grandeza profesional o gremial. Yo pediría a ustedes que mediten sobre este asunto que yo sólo dejo apuntado como una indicadora, y que se dedican a comenzar una cruzada interior y exterior por la dignificación profesional.
El orgullo del título es hermoso y razonable como el de cualquier campeonato, y yo miro con gusto las caras radiantes de los jóvenes que han venido a recibir en un diploma una especie de nombre nobiliario.
Cada profesión es de hecho un linaje, y saltar de la banca oscura a la platea asistida del reverbero justifica una complacencia, mucho más todavía en la juventud.
El linaje de los profesores comienza, si se quiere, con Moisés, cae sobre Aristóteles y sigue hacia Rousseau, Pestalozzi y Froebel.
El linaje médico ha contado con Pasteur y con Ramón y Cajal.
Pero es grave la guarda de los linajes intelectuales, mucho más escabrosa que la de los otros linajes. El peso de la honra que se trae consigo cualquier profesión, vieja o moderna, abruma de obligaciones porque abruma de mérito cumplido...

Moisés, Aristóteles, Rousseau, Pestalozzi y Froebel: la autora liga a los hombres que en diversas épocas cumplieron una función pedagógica.
Moisés: con las tablas de la Ley
Aristóteles (384-322 a.C): fundó su escuela en el Liceo.
Rousseau (1712-1778): escritor francés que exaltó en sus obras el amor a la naturaleza.
Pestalozzi (1746-1827): pedagogo suizo que se interesó fundamentalmente por los procedimientos para dirigir el proceso educativo.
Froebel (1782-1852): que fue quien inició el estudio del niño en sus primeros años.

Pasteur y Ramón y Cajal: aquí la autora alude lo didáctico dentro de la ciencia.
Luis Pasteur (1822-1895): sabio bacteriólogo francés.
Santiago Ramón y Cajal (1851-1934): histólogo español especializado en estudios sobre el sistema nervioso y que completó su labor científica con simpática labor literaria.


LA MADRE: OBRA MAESTRA

Esta página antológica, que Gabriela escribió en agosto de 1940, cuando desempeñaba un cargo consular como diplomática chilena en Río de Janeiro, apareció en La Nación de Buenos Aires, en el suplemento dominical del 8 de setiembre de 1940.
Entre evocación de la madre y La madre: obra maestra transcurren diecisiete años, y sin embargo, el profundo sentimiento de amor hacia la madre se muestra intacto y auténtico en ambas páginas, que son de las mejores escritas y de las más sentidas de Gabriela.

El amor de la madre se me parece muchísimo a la contemplación de las obras maestras. Es magistral, con la sencillez de un retrato de Velásquez (1599-1660: pintor español de los Austrias y de la nobleza palaciega, que por su admirable sencillez y reproducción de la realidad puede ser considerado un precursor del realismo moderno); tiene la naturalidad del relato en la Odisea (Poema homérico que se refiere a los dificultosos viajes de Ulises en su afán por retornar a Itaca después de la caída de Troya), y también la familiaridad, que parece vulgar, de una página de Montaigne.
No hay dramatismo histérico ni alharaca romántica en los días de la madre. Su vivir cotidiano corre parejo con la de una llanura al sol, como en el llano agrario, la siembra y la cosecha se cumplen sin gesticulación, dentro de una sublime llaneza.
A nadie le parece maravilloso que la mujer amamante. El amor maternal, al igual de la obra maestra, no arrebató a su creadora, ni asusta por aparatosa, a su espectador. Aquel bulto doblado de palmera de leche, que se derrama sin ruido dos horas al día, no se nos ocurre que sea asunto de dolor. Pero recordemos al indiferentón que pasa si mirar a la doblada, que esa leche o es cosa aparte de la sangre, que es la manera que la sangre inventó en la mujer para sustentar, y el que no había parado mientras tal vez se quede un poco azorado... La sangre de él se dio alguna vez en préstamo a un enfermo, pero nunca se regaló dieciocho meses y de este modo admirable.
Nadie se asombra tampoco de que la madre, tenga desvelo y goce sólo la mitad de la noche. El hombre ha hecho vigilia de soldado en un cuartel o tuvo noches en blanco de pescador en alta mar o ha cumplido el velorio de sus muertos algunas veces en su vida. El desvelo de la madre le parece cosa normal. Pero no se cansa la llanura nutricia ni la mujer; aquel cuerpo al que llaman flaco, de poco hueso y poco músculo, y que se cree hecho para el trabajo mínimo o para las fiestas del mundo, resiste como el junco o la vara de vid al peso y a la podadora del dolor.
El espectador mira tranquilamente también a la madre del hijo loco o del degenerado. Aquella paciencia que se aproxima a la de Dios, la carencia en esa criatura de toda repugnancia; el que aquella mujer sea capaz de amar a su monstruo, no como al hijo cabal, sino, muchísimo más, todo esto se contempla sin asombro. Y, sin embargo, lo que vemos en una especie de aberración, es “milagro puro”.
Escribir la “Ilíada” en unos años o esculpir en semanas la cabeza de Júpiter vale mucho menos que enjuagar día a día la baba del demente y ser golpeada en la cara del loco. En madres de este género yo he visto momentos que no sé decir y que me dieron calofrío, porque me pareció tocar los topes de la naturaleza y ver el punto en el que la carne se abre y muestra por el desgarrón un fuego que ciega, el del querubín ardiendo, que en el cielo representa al amor absoluto.
Y sin ir tan lejos como en lo contado, sin apurar la desventura, acordémonos del hecho corriente de la mujer que cría hijos mediocres, guardando la actitud que tendría la madre de Marco Aurelio (121-180 – emperador romano y autor de un breve libro titulado Pensamiento, en el que sintetizó su pensar filosófico) o la de San Agustín.
Es cosa de verle el primor con que sirve el desayuno de su rey bueno para nada; cosa de gozarle el cuidado que pone al peinarlo y vestirlo, usando en el hijo la coquetería que antes puso en ella misma.
Y es inefable seguirle el encantamiento en que vive su día entero, alindando su cuarto, alisando ropas estrujadas y volviendo válido lo viejo.
La madre del hijo necio se siente tan favorecida como la madre de San Juan de la Cruz (1542-1591 – poeta místico español, fundador con Santa Teresa, de la orden de los carmelitas descalzos y admirable autor de “El cántico espiritual”). Ella no creerá nunca en que la naturaleza la engañó, en que ella fue burlada por el Destino, en que está regando la higuerita estéril, que no echará ni sombra a su espalda, porque ya está comida del gorgojo.
La madre del inútil ignora su fracaso. La fuerza que canta en su propia sangre le afirma que el hijo es fuerte. Si leyó mitologías, su hijo será Hércules, y si oyó contar “Vidas” su hijo será Marcelino Berthelot, de no ser Marie Curie... (Hércules: semidiós mitológico de la fuerza – Marcelino Berthelot (1827-1907): sabio francés que realizó notables trabajos de química y termodinámica – Marie Curie (1867-1934) científica polaca en Francia, que junto con su esposo Pedro Curie, descubrió el radio y posteriormente el polonium). Testaruda santa, ojo con viga de oro, caracol de música que oye siempre un coro que canta, por más que sólo ella lo sienta...
Una pobre mujer se incorpora por la maternidad a la vida sobrenatural y no le cuesta -¡qué le va a costarle!- entender la eternidad: el hombre puede ahorrarle la lección sobre lo eterno, que ella lo vive en su loca pasión. En donde esté viva o muerta, allá seguirá haciendo su oficio, que comenzó en un día para no parar nunca. La hora en que nació su hijo, ella cogió los remos del forzado y se echó a un viaje perdurable. Se me ocurre que en el cielo de las madres debe haber una lonja donde no existe la libertad, donde dura la servidumbre, sólo que más gozosa de la que ellas vivían sobre el cascarón terrestre.
El cariño materno tiene el mismo absurdo del amor de Dios por nosotros. Vive, alimentado o abandonado; no se le ocurre esperar “retorno” y apenas para mientes en el olvido.


EVOCACIÓN DE LA MADRE
En el Día de las Madres

Estas páginas aparecieron en el Hogar de Buenos Aires, el 27 de setiembre de 1923, y fueron escritos por Gabriela durante su estada de México.

Madre, en el fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con tu sangre más rica me regabas como agua a las papillas del jacinto, escondidas bajo la tierra. Mis sentidos son tuyos y con éste como préstamo de tu carne ando por el mundo. Alabadas seas por todo el esplendor de la tierra que entra en mí y se enreda en mi corazón.
Madre, yo he crecido como un fruto en la rama espesa, sobre tus rodillas profundas. Ellas llevan todavía la forma de mi cuerpo; otro hijo no te la ha borrado; y tanto se habituaron a mecerme, que cuando yo corría por los caminos, ellas estaban allí, en el corredor de la casa, tristes de no sentir mi peso.
No hay ritmos más suaves entre los cien ritmos derramados por el “Primer Músico” en el mundo, que ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron con ese vaivén de tus brazos y tus rodillas.
Y a la par que mecías, me ibas cantando, pretexto para tus “mimos”.
En esas canciones tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia tan extraña en que la habían puesto a existir, y así yo iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las criaturas que no aprendiera de ti. Las maestras que vinieron después sólo usaron de las visiones y de los nombres hermosos que tú me habías entregado.
Tú ibas acercándome, madre, las cosas inocentes que podía coger sin herirme: una hierbabuena del huerto, una hoja de yedra del corredor, y yo palpaba en ellas la amistad de las criaturas.
Tú a veces me comprabas y otras me hacías, los juguetes: una muñeca de ojos muy grandes, como los míos; una casita que se desbarataba a poca costa... Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te acuerdas; el más lindo era para mí tu propio cuerpo,
Jugaba con tus cabellos como con hilitos de agua escurridizos; con tu barbilla redonda; con tus dedos que trenzaba y destrenzaba. Tu rostro inclinado era para tu hija todo el espectáculo del mundo. Con curiosidad miraba tu parpadear rápido y el juego de la luz que hacía dentro de tus ojos verdes, y aquello tan extraño que solía pasar sobre tu cara cuando tenías una cosa que yo ignoraba, cuando eras desgraciada, madre.
Sí; todito mi mundo era tu semblante: tu frente como un llano con rastrojo dorado; tus mejillas como la loma, y los surcos que la pena cavaba hacia los extremos de la boca, eran dos pequeños vallecitos tiernos. Aprendí los colores y las formas mirando tu cabeza: el color de la última tarde estaba en tu cabellera; el temblor de las hierbecitas, en tus pestañas, y el tallo de las plantas, en tu cuello, que al doblarse hacia mí hacía un pliegue lleno de intimidad.
Y cuando ya supe caminar de la mano tuya, apegadita a ti cual si fuera un pliegue grande de tu falda, salí a conocer tu valle y mi valle dulcísimo.
Los padres están demasiado llenos de afanes para que puedan llevarnos de la mano por un camino o subirnos una cuesta. Por esto es que siempre somos más hijos de la madre, con la cual seguimos ceñidos, como la almendra lo está de su vainita cerrada. Y el cielo más amado por nosotros no es aquél de las estrellas líquidas y frías, sino el otro de los ojos vuestros, tan próximo que se puede besar sobre su mismo llanto.
El padre anda en la locura heroica de la vida y no sabemos lo que es su día. Sólo sabemos que por las tardes vuelve y suele dejarnos en la mesa una parvita de frutos dorados y rojos y vemos que os entrega a vosotras para el ropero familiar los lienzos y las franelas con que nos vestís. Pero la que monda los frutos y los corta en gajitos para la boca del niño y los exprime en la siesta calurosa eres tú, madre. Y la que corta la franela y el lienzo en piececitas y las vuelve un traje amoroso que se apega bien a los costados friolentos del niño, eres tú, madre pobre, “La más tierna de todas”, la tiernísima.
Ya el niño junta palabritas como vidrios de colores. Entonces tú nos pones una oración leve en medio de la lengua y allí se nos queda, viva, hasta el último día. Esta oración es tan sencilla como la espadaña del lirio y la espiga así, temblorosa, hacia los ojos del Señor. Con ella, ¡tan breve!, pedimos todo lo que se necesita para vivir con suavidad y trasparencia sobre la costra llagada del mundo; se pide el pan cotidiano, se dice que los hombres son hermanos nuestros y se alaba la voluntada vigorosa del Señor.
Y de este modo la que nos mostró la tierra como un lienzo extendido lleno de formas y colores, nos hace conocer también al Dios escondido detrás de las formas.
Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor de sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre, cuando en la viña de la casa la encontrabas conversando sola con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño arrobado. Ahora está hablando así también contigo que no le contestas, y sí tú la vieses le pondrías la mano en la frente, diciendo como entonces: -“Hija, tu tienes fiebre”.
Todos los que vienen después de ti en la vida, madre, enseñan “sobre” lo que tú enseñaste y dicen con muchas palabras cosas que tú decías con poquitas; cansan nuestros oídos y nos matan el gozo de escuchar. Se aprendían las cosas con más levedad estando tu niñita bien acomodada sobre tu pecho. Tú ponías la enseñanza sobre ésa como cera dorada del cariño; no hablabas por obligación y así no te apresurabas, sino por necesidad de derramarte hacia tu hijita. Y nunca le pediste que estuviese tiesa y quieta en una banca dura oyéndote. Mientras te oía, jugaba con la vuelta de tu blusa, con el botón de concha de perla de tus mangas. Y éste es el único aprender deleitoso que yo he conocido, madre.
Después yo he sido una joven y después una mujer. He caminado sola sin el arrimo de tu cuerpo, y he sabido que eso que llaman la libertad es una cosa sin belleza. He visto mi sombra caer sobre los campos sin la tuya, chiquitita, al lado, y era fea y triste... También he hablado sin necesidad de tu ayuda y yo hubiera querido que, como antes, en cada frase mía estuvieran tus palabras ayudadoras, para que lo que iba diciendo fuese una guirnalda hecha por las dos.
Muchas veces me han llamado fuerte y segura los hombres que no saben que el corazón de una mujer es siempre una pajilla de alero, temblorosa del miedo de vivir. Y oyéndolos yo he cerrado los ojos para esconderles la única verdad. ¡Porque yo siento menos firme mi cabeza desde que no necesita tu brazo bajo ella, madre!
He hablado entre la muchedumbre de las gentes y después he sentido el descontento de cuanto dije viendo que la sencillez de tu hablar se ha quebrado en mí, tal vez por vanidad, tal vez por el necio deseo de dar cosas intensas a los hombres endurecidos que para sentir necesitan del fuerte aletazo del buitre.
De las enseñanzas que me diste, uno se adentró muy hondo: la de devolver. Así, madre, yo he hecho las canciones de cuna tuyas y ninguna otra cosa más quisiera hacer. En la mitad de la vida he venido a saber que todos los hombres son desgraciados y necesitan siempre una canción de cuna para que apacigüe su corazón.
De todo lo inútilmente pensado, de todo lo hinchadamente dicho, olvídate tú, no lo mires y recíbeme sólo esas canciones.
Ahora yo te hablo con los ojos cerrados, olvidándome de dónde me hallo, para no saber que estoy tan lejos, con los ojos apretados por no mirar, que hay un mar tan ancho entre tu pecho y mi semblante. Te converso cual si estuviera tocando tus vestidos y tengo las manos un poco extendidas y entreabiertas para creer que la tuya está cogida.
Come te dije, llevo el préstamo de tu carne, hablo con los labios que me hiciste y miro con tus ojos las tierras extrañas. Tú ves por ellos también las rutas del trópico, la piña grávida y exhalante y la naranja de luz; tú gozas con mis pupilas el contorno de estas otras montañas, agudas como joyas, tan distintas de la montaña desollada y roja bajo la cual me criaste; tú escuchas por mis oídos el habla de estas gentes que tienen el acento más dulce que el nuestro, y las comprendes y las amas; y también te laceras en mi cuando la nostalgia en algún momento es como una quemadura y se me quedan los ojos abiertos y sin ver sobre el paisaje mexicano.
Gracias en este día, y en todos los días, por la capacidad que me diste de recoger la belleza de la tierra como un agua que se recoge con los labios y también por la riqueza de dolor que puedo llevar sin morir en la hondura de mi corazón.
Para creer que me oyes, he bajado los párpados y arrojo de mí la mañana, pensando que a esta hora tú tienes la tarde sobre ti. Y para decirte todo lo demás que se quiebra en las palabras sin tersura, voy quedándome en silencio...

VOTO DE LA JUVENTUD ESCOLAR EN EL DÍA DE LAS AMÉRICAS

El Consejo Directivo de la Unión Panamericana, instalado en Washington, que está integrado por representantes de todas las repúblicas americanas, fijó el 14 de abril –fecha de la fundación de la Unión Panamericana-, como el Día de las AMÉRICAS, para que anualmente, se aproveche tal aniversario para exaltar “los ideales de paz y de solidaridad continental”. El primer Día Panamericano o Día de las AMÉRICAS se conmemoró el 14 de abril de 1931. Para esa fecha inicial, el entonces Director General de la Unión Panamericana, Leo S. Rowe, invitó a Gabriela Mistral a escribir un mensaje para la juventud escolar de las veintiuna repúblicas americanas. El texto que insertamos fue publicado en Repertorio Americano de San José de Costa Rica, el 11 de abril de 1931. La Unión Panamericana se fundó el 14 de abril de 1890.

Nosotros, americanos del norte y del sur, hemos recibido y aceptado con la unidad geográfica cierta comunidad de destino que sería un triple destino de realizar la riqueza suficiente, la democracia cabal y la libertad cumplida en el continente.
Puestos por la Providencia a vivir en territorios desatados, favorecidos así con un inmenso hogar físico, nuestra faena ha sido primero la de tomar posesión de la tierra leonina; luego la de obtener en el suelo domado esa suma de bienestar colectivo que las democracias honestas se prometen y se cumplen a sí mismas, y es hoy la de crearnos una costumbre espiritual digna de nuestras herencias raciales y de nuestra fortuna geográfica.
A lo largo de nuestros 105 grados de latitud, la tierra se muestra como más pronta, como más anhelosa y como más rápida que cualquiera tierra a su obligación secreta de regalar la dicha al hombre.
Tal vez por estar menos fatigada de generaciones, por hallarse más asistida de aguas y calores genésicos y menos agobiada de población, la tierra americana se ofrece mejor que otra ninguna al brazo movido de justicia para la distribución legítima de su riqueza y para la creación de unas civilizaciones morales saturadas de cordialidad, tejidas con las fibras más ostensibles de las virtudes sociales.
Hijos del Viejo Mundo, e hijos de dos culturas indígenas indudables, buscamos trascender a Europa y a los imperios aborígenes con una democracia cabal y con el concepto más rico de libertad humana. Nuestra doble costa que mira al Occidente y al Oriente tiene al igual que la costa griega la misión de aceptar, comprendiéndolas, a las razas diferentes.
Nuestra obligación de entender que la modalidad diversa de dos culturas no entraña la inferioridad respecto de una, y que los grupos humanos suelen manifestar una doctrina idéntica con modulación ya patética ya serena, debe comenzar en el continente mismo por medio de una interpretación leal que haga el Norte respecto del Sur, y el Sur respecto del Norte: la buena ética exige, antes que todo, el cumplimiento de los deberes inmediatos. Una mejor comprensión nuestra para el resto del mundo vendrá después, y será ya fácil como las rutas conocidas que el instinto y los ojos siguen bien.
La cultura latina ha hallado en los pueblos del Sur un reino más vasto que el Mediterráneo clásico para gobernar hombres bajo su norma ejemplar; las culturas universales, realizan por su parte en la América anglosajona, la prueba victoriosa hasta hoy de una fraternización de ellas todas en un mismo territorio. Y esta prueba no la había intentado hasta hoy el mundo con buena suerte.
Nuestros héroes del Norte y del Sur, Bolívar como Washington, Lincoln como San Martín, parecen concebidos en una misma hora por un mismo designio, y son obreros de una faena idéntica. Nuestras constituciones, salidas de la conciencia de ellos, están iluminadas por una luz igual y destacan un perfil fraterno como las plantas que nutre el humus común.
La América anglosajona, nacida rigurosamente de Europa, ha cumplido más o menos con facilidad una labor semejante a una especie de unificación de las grandes provincias espirituales de Europa, en un territorio nuevo; la América latina ha realizado y sigue realizando con más dificultades y por lo tanto con más dolor, la aleación de dos razas de diverso orden físico y de más diverso ritmo emocional, y su triunfo sobre tales obstáculos los tiene la trascendencia de las más rudas faenas cumplidas en el mundo.
Americanos del Norte y del Sur, nosotros vamos a imprimir a la cultura europea, a la institución europea y a los hábitos, al arte, a la pedagogía y la ciencia europeos, una tónica, un acento, un sabor democrático gracias al cual ellos derramen sobre el hombre de las tierras nuevas una belleza y una dulzura mayor.
En el cuerpo y la conciencia nacidas en el Continente Americano, educados bajo la costumbre de mayor suelo y el uso de menos desenvoltura delante de la empresa grande y una dichosa confianza del futuro. Creemos que la guerra aparecerá a las próximas generaciones americanas como una ilustración de viejas literaturas y una ley de tiempos anulados para ellas por la sensatez piadosa de nuestros legisladores y maestros. La guerra no haría en el Continente Americano sino enloquecer desde la santidad de nuestro paisaje hasta la sensibilidad colectiva –paisaje interior de las masas. De modo que a causa de ella tendríamos que rehacer el suelo y reedificar penosamente a la criatura, y está demasiado próximo el recuerdo de la construcción de la América para que podamos comprometer así la obra de nuestros padres.
Nosotros, americanos del Norte y del Sur, amamantados por la leche de veintiuna constituciones que proclaman el respeto de la independencia ajena como una forma primaria de decoro propio, puestos a vivir por Washington y Bolívar bajo el meridiano del derecho de gentes, y adoctrinados desde la escuela primaria hasta la Universidad en la lealtad hacia esa sagrada escritura que son nuestros códigos nacionales, reiteramos a los héroes de los cuales venimos, nuestra voluntad de servir la independencia de estas veintiún patrias en el mismo grado de dignidad de la nuestra; renovamos a ellos voto de repugnar la violencia en el trato de estas veintiún naciones, como una torcedura hecha en sus normas eternas y rechazar la injusticia como una disminución de su honra gloriosa, de la cual vivimos y seguiremos viviendo.


EL GRITO

De esta página ha dicho Rafael Heliodoro Valle en Alabanza de Gabriela Mistral: “Pero si fue gran chilena, fue grande alma americana, y allí está su maravillosa prosa El grito, la cual debería ser cincelada en mármol de México o en mármol dorado del Perú”. Esta prosa apareció en Repertorio Americano (San José de Costa Rica) el 17 de abril de 1922.

¡América, América! Todo por ella, porque todo nos vendrá de ella, desdicha o bien.
Somos aún México, Venezuela, Chile el azteca español, el quechua español, el araucano español, pero seremos mañana, cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no más que un anhelo.

Maestro: Enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano extraño y además caduco, de hermosa caduquez fatal.
Describe tu América. Haz amar la luminosa meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la perla en el Caribe, cómo se puebla de blancos la Patagonia.

Periodista: Ten la justicia para tu América total. No desprestigies a Nicaragua para exaltar a Cuba, ni a Cuba para exaltar a la Argentina. Piensa que llegará la hora que seamos uno, y entonces tu siembra de desprecio o de sarcasmo te morderá en carne propia.

Artista: Muestra en tu obra la capacidad de finura, la capacidad de sutileza, de exquisitez y hondura a la par, que tenemos. Exprime a tu Lugones, a tu Valencia, a tu Darío y a tu Nervo. Cree en nuestra sensibilidad que puede vibrar como la otra, manar como la otra, la gota cristalina y breve de la obra perfecta.

Industrial: Ayúdanos a tú vencer, o siquiera a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo, poblarnos los campos y las ciudades de su maquinaria, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar. Instruye a tu obrero, instruye a tus químicos y a tus ingenieros. Industrial: tú deberías ser el jefe de esta cruzada que abandonas a los idealistas.
¿Odio al yankee? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace vulnerables a su clavo de acero y de oro: a su voluntad y a su opulencia.
Dirijamos toda actividad como una flecha hacia este futuro ineludible: la América española una unificada por dos cosas estupendas: la lengua que le dio Dios y el dolor que le da el Norte.
Nosotros ensoberbecimos a ese Norte con nuestra inercia; nosotros estamos creando, con nuestra pereza, su opulencia; nosotros le estamos haciendo aparecer, con nuestros odios mezquinos, sereno y hasta justo.
Discutimos incansablemente, mientras él hace; ejecuta, nos despedazamos, mientras él se oprime, como una carne joven, se hace duro y formidable, suelda de vínculos sus Estados de mar a mar, hablamos, alegamos, mientras él siembra, funda, asierra, labra, multiplica, forja, crea con fuego, tierra, aire, agua, crea minuto a minuto, educa en su propia fe y se hace por esa fe divino e invencible.
¡América y sólo América! ¡Qué embriaguez para semejante futuro, qué hermosura, qué reinado vasto para la libertad y las excelencias mayores!


LA PALABRA INÚTIL

En Veracruz (México), en noviembre de 1950, escribió Gabriela este “recado”que publicó Repertorio Americano (San José, Costa Rica) en su número del 1º de enero de 1951.

Después de la carnicería del año 14 (alude a la Primera Guerra Mundial – julio 1914 - noviembre 1918), la palabra “paz” saltaba de las bocas con un gozo casi eufórico: se había ido del aire el olor más nauseabundo que se conozca: el de la sangre, sea ella la de vacunos, sea de insecto pisoteado o sea la llamada “noble sangre del hombre”.
La humanidad es una gran amnésica y ya se olvidó eso, aunque los muertos cubran hectáreas en el sobrehaz de la desgraciada Europa, la que ha dado casi todo y va en camino, si no de renegar, de comprometer cuanto dio.
No se trabaja y crea sino en la paz; es una verdad de perogrullo, pero que se desvanece apenas la tierra pardea de uniformes y hiede a quemados infernales.

Cuatro cartas llegaron este mes diciendo casi lo mismo:

La primera: -“Gabriela, me ha hecho mucho daño un solo artículo, uno solo, que escribí sobre la paz. Cobré en momentos cara sospechosa de agente a sueldo, de hombre alquilado”.

Le contesto:
-Yo me conozco ya, amigo mío, eso de la “echada”. Yo también la he sufrido después de veinte años de escribir en un diario y de haber escrito allí por mantener la “cuerdecilla de la voz” que nos une con la tierra en que nacimos y que es el segundo cordón umbilical que nos ata a la madre. Lo que hacen es crear mudos y por allí desesperados. Una empresa subterránea de sofocación trabaja día a día. Y no sólo el periodista honrado debe comerse su lengua delatora o consejera; también el que hace libros ha de tirarlos en un rincón como un objeto vergonzoso si es que el libro no es mera entretención para los que se aburren, si él se enfrenta a la carnicería fabulosa del Nordeste.

Otra carta más:
-“Ahora hay un tema maldito, señora; es el de la paz.
Puede escribirse sobre cualquier asunto vergonzoso: defender el agio, los toros, la “fiesta brava” que nos exportó la Madre España, y el mercado electoral doblado por la miseria. Pero no se debe escribir sobre la paz: la palabra es corta pero fulmina o tira de bruces, y hay que apartarse del tema vedado como el cortocircuito eléctrico...”

Y otra carta aún dice:
-“No tengo ganas de escribir nada. La paz del mundo era “la niña” de mis ojos. Ahora es la guerra el único suelo que nos consienten abonar. Ella es, además, es “santo y seña” del patriotismo. Pero no se apure usted; lo único que quiere el llamado “pueblo bruto” es que lo dejen trabajar en paz para la mujer y los hijos. Tienen ojos y ven, los pobres. Sólo que nada les sirve el ojo claro que les está naciendo y hay que oírlos cuando las radios buscan calentar su sangre para llevarlos hacia el matadero fenomenal”.

Y esta última carta:
-“Desgraciados los que todavía quieren hablar y escribir de eso. Cuídense del mote que cualquier día cae encima de ustedes. Es un mote que si no mata estropea la reputación del llenador de cuartillas y a lo menos marca a fuego. A su amigo ya lo miran con “ojo bizco”, como diría usted”.
“La palabra “paz” es vocablo maldito. Usted se acordará de aquello de “La paz os dejo, mi paz os doy.” Pero no está de moda Jesucristo, ya no se lleva. Usted puede llorar. Usted es mujer. Yo no lloro; tengo una vergüenza que me quema la cara. Hemos tenido una “Sociedad de las Naciones” y después una “Naciones Unidas” para acabar en esta quiebra del hombre”.
“¿Querrán ésos, cerrándonos diarios y revistas, que hablémonos como sonámbulos en los rincones o las esquinas? Yo suelo sorprenderme diciendo como un desvariado el dato con seis cifras de los muertos”.

(Ninguno de mis cuatro corresponsales es comunista)

Yo tengo poco que agregar a esto. Mandarlo en un “Recado”, eso sí. Está muy bien dicho todo lo anterior; se trata de hombres cultos de clase media y estas palabras que no llevan el sesgo de las opiniones acomodaticias o ladinas, estas palabras que arden, son las que comienzan a volar sobre nuestra América rica “¡Basta! –decimos- ¡basta de carnicerías!”

Lúcidos están muchos en el Uruguay fiel, en el Chile realista, en la Costa Rica donde mucho se lee. El “error” se va volviendo “horror”.
Hay palabras que, sofocadas, hablan más, precisamente por el sofoco y el exilio; y la de “paz” está saltando hasta de las gentes sordas o distraídas.
La palabra más insistente en los Evangelios es ella precisamente, este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está velado como si fuera una palabrota obscena. Es la palabra por excelencia y la que, repetida, hace presencia en las Escrituras sacras como una obsesión.
Hay que seguir voceándola día a día, para que algo del encargo divino flote aunque sea como un pobre corcho sobre la paganía reinante.
Tengan ustedes coraje, amigos míos. El pacifismo no es la jalea dulzona que algunos creen; el coraje lo pone en nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática.
Digámosla cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una “militancia de la paz”, la cual llene el aire denso y sucio y vaya purificándolo.
Sigan nombrándola contra viento y marea, aunque se queden unos tres años sin amigos. El repudio es duro, la soledad suele producir algo así como el zumbido de oídos que se siente en bajando a las grutas... o a las catacumbas. No importa, amigos, ¡hay que seguir!


URUGUAYIDAD

Cuando residía en Petrópolis (Brasil) y en marzo de 1945, Gabriela escribió estas páginas para prologar Concierto de amor y otros poemas de Esther de Cáceres, escritora uruguaya de merecido prestigio, varias veces laureada en concursos literarios. Gabriela exalta aquí al Uruguay, que como lo dijo tantas veces, “todos aceptaríamos como patria, porque tiene no sé qué de la perfecta madre.

En el triángulo uruguayo “parecido a corazón” según el decir popular, la llama creadora está saltando siempre, pero además, se mantiene dura, porque no es llamarada de pajas, ni quemazón repentista. La alimenta un aire particular, una corriente que llamaríamos “la brisa” del alma, si la linda palabra no hubiera caído en la palangana de la cursilería. Un místico diría que es el aire delgado del Espíritu Santo, y el nombre de la Tercera Persona me ha servido muchas veces y me sigue sirviendo, cuando repaso el país querido.
La raza uruguaya es mujer: ha ganado sin pelear un reino que nadie puede arrebatarle; su política ardiente no llega nunca a desmelenada; su pedagogía social y escolar se llama Vaz Ferreira, que es decir un ateniense, su religión está libre de tostaderos, masculinos españoles, o sea de torquemadismo. Quien no adopte allí para vivir las virtudes cristianas, se queda con las de Aristóteles, y la amistad aristotélica casi casi vale la amistad joanista (de San Juan Evangelista)
El Uruguay lo tiene todo excepto el territorio suficiente.
Tal vez por esto mismo se ha puesto, como Chile, a crecer hacia adentro, donde no hay pilotos de fronteras.
Las mujeres que escribimos en toda esa América Española, nos sentimos dueñas de cierta carta de ciudadanía uruguaya, tácita y efectiva a la vez. Compatriotas mías son, entre las grandes vivas, Juana la continental; compatriotas, Sara Ibáñez y Sara Bollo. En cuanto a Esther de Cáceres, yo tengo con ella más que la conciudadana, tengo la consanguinidad, cierto primo hermanazgo.
El Uruguay, visto por una muchedumbre de ojos extranjeros, se llama la patria de la amistad, como tal, exenta hasta de la más leve peca de xenofobia. Decir amistad aquí es decir entendimiento cabal, confianza rápida y larga memoria, es decir fidelidad.
No sobra decir que el Uruguay fue el país más difundido hace veinte años y que es hoy uno de lo más silenciados. Fuera de la declaración magnífica de sí mismo que dio en el libro Zum Felde (1882 – crítico y sociólogo de prestigio continental, nacido en Argentina tomó ciudadanía uruguaya. Su copiosa labor literaria está representada por Proceso histórico del Uruguay, Proceso intelectual del Uruguay, El problema de la cultura americana, etc.), paradigma en el género de los “Panoramas literarios”, los demás testimonios uruguayos se quedan allí adentro por falta de expansión editorial o de simple negligencia.
Y el pequeño país magisterial debe ahora ponerse a un trabajo de misión y hasta de caballería..., él más que otro cualquiera de los nuestros. Porque antes que los otros, el Uruguay apuntó a los arquitectos platónicos de la cultura, a la hora misma en que Batlle pleiteaba una democracia ensamblada con realidad económicas. La América criolla vuelve a necesitar, y con urgencia, un cuerpo de misioneros que predique la medalla oriental en sus dos caras de cultura y de justicia. No precisa darse mucho afán para escoger sus equipos de pregoneros. Los tiene para dar y prestar.
Este pueblo nació con un destino de milicia espiritual, de devastador y civilizador. Es curioso que tal encargo suela caer sobre un pequeño bulto geográfico: Atenas, Alejandría, un tercio de la Palestina, las republiquitas italianas, los núcleos provenzales y catalanes del Mediterráneo, los Países Bajos, Uruguay. Todos ellos se parecen a los pequeños pájaros tropicales que en la llama del color toman su desquite sobre los grandullones del aire.


PENSAMIENTOS PEDAGÓGICOS

En la Escuela-Hogar Gabriela Mistral, inaugurada en México en 1922, Gabriela –directora del establecimiento- levó a cabo una inmensa labor educativa.
Pensamientos Pedagógicos son una muestra de ello, los envió a la revista Pegaso, de Montevideo y que ésta insertó en su nº 60 de junio de 1923, en la Sección Educación.

Para las que enseñamos:

· Todo para la escuela; muy poco para nosotros mismas.
· Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra.
· Vivir las teorías hermosas. Vivir la bondad, la actividad y la honradez profesional.
· Amenizar la enseñanza con la hermosa palabra, con la anécdota oportuna, y la relación de cada conocimiento con la vida.
· Hacer innecesaria la vigilancia de la jefe. En aquella a quien no se vigila, se confía.
· Hacerse necesaria, volverse indispensable: ésa es la manera de conseguir la estabilidad de un empleo.
· Empecemos, las que enseñemos, por no acudir a los medios espurios para ascender. La carta de recomendación, oficial o no oficial, casi siempre es la muleta para el que no camina bien.
· Si no realizamos la igualdad y la cultura dentro de la escuela ¿dónde podrán exigirse estas cosas?
· La maestra que no lee tiene que ser mala maestra: ha rebajado su profesión al mecanismo de oficio, al no renovarse espiritualmente.
· Cada repetición de la orden de un jefe, por bondadosa que sea, es la amonestación y la constancia de una falta.
· Más puede enseñar un analfabeto que un ser sin honradez, sin equidad.
· Hay que merecer el empleo de cada día. No bastan los aciertos ni la actividad ocasionales.
· Todos los vicios y la mezquindad de un pueblo son vicios de sus maestros.
· No hay más aristocracia, dentro de un personal, que la aristocracia o selección moral –los virtuosos- y la aristocracia de la cultura, o sea de los capaces.
· Para corregir no hay que temer. El peor maestro es el maestro con miedo.
· Todo puede decirse; pero hay que dar con la forma. La más acre reprimenda puede hacerse sin deprimir ni envenenar un alma.
· La enseñanza de los niños es tal vez la forma más alta de buscar a Dios; pero es también la más terrible en el sentido de tremenda responsabilidad.
· Lo grotesco proporciona una alegría innoble. Hay que evitarlo en los niños.
· Hay que eliminar de las fiestas escolares todo lo chabacano.
· Es una vergüenza que hayan penetrado en la escuela el couplet y la danza grotesca.
· La nobleza de la enseñanza comienza en la clase atenta y comprende el canto exaltador en sentido espiritual, la danza antigua –gracia y decoro-, la charla sin crueldad y el traje simple y correcto.
· Tan peligroso es que la maestra superficial charle con la alumna, como es hermoso que esté a su lado siempre la maestra que tiene algo que enseñar fuera de clase.
· Las parábolas de Jesús son el eterno modelo de enseñanza: usar la imagen, ser sencilla y dar bajo apariencia simple, el pensamiento más hondo.
· Es un vacío intolerable el de la instrucción para antes de dar conocimientos, no enseña métodos para estudiar.
· Como todo no es posible retenerlo, hay que hacer que la alumna seleccione y sepa distinguir entre la médula de un trozo, y el detalle útil pero no indispensable.
· Como los niños no son mercancías, es vergonzoso regatear el tiempo en la escuela. Nos mandan instruir por horas, y educar siempre. Luego pertenecemos a la escuela en todo momento que ella nos necesite.
· El amor a las niñas enseña más caminos a la que enseña, que la pedagogía.
· Estudiamos sin amor y aplicamos sin amor las máximas y aforismos de Pestalozzi y Froebel, esas almas tan tiernas, por eso no alcanzamos lo que alcanzaron ellos.
· No es nocivo comentar la vida con las alumnas, cuando el comentario critica sin empozoñar, alaba sin pasión y tiene intención educadora.
· La vanidad es el peor vicio de una maestra, porque la que se cree perfecta se ha cerrado, en verdad todos los caminos hacia la perfección.
· Nada es más difícil que medir en una clase hasta dónde llegan la amenidad y la alegría y donde comienzan la charlatenería y el desorden.
· En el progreso o el desprestigio de un colegio todos tenemos parte.
· ¿Cuántas almas ha envenenado o ha dejado confusas o empequeñecidas para siempre una maestra durante su vida?
· Los dedos del modelador deben ser a la vez firmes, suaves y amorosos.
· Todo esfuerzo que no es sometido se pierde.
· La maestra que no respeta su mismo horario y lo altera sólo para su comodidad personal, enseña con eso el desorden y la falta de seriedad.
· La escuela no puede tolerar las modas sin decencia.
· El deber más elemental de la mujer que enseña es el decoro en su vestido. Tan vergonzosa como la falta de aseo es la falta de seriedad en su exterior.
· No hay sobre el mundo nada tan bello como la conquista de almas.
· Existen dulzuras que no son sino debilidades.
· El buen sembrador siembra cantando.
· Toda lección es susceptible de belleza.
· Es precioso no considerar la escuela como casa de una sino de todas.
· Hay derecho a la crítica, pero después de haber hecho con éxito lo que se critica.
· Todo mérito se salva. La humanidad no está hecha de ciegos y ninguna injusticia persiste.
· Nada más triste que el que la alumna compruebe que su clase equivale a un texto.


¿QUÉ ES UNA BIBLIOTECA?

Una biblioteca es un vivero de plantas frutales. Cuando bien se la escoge, cada una de ellas se vuelve un verdadero “árbol de vida” adonde todos vienen a aprender a sazonar y a consumir su bien.
Lo mismo que en el vivero no hay en las bibliotecas plantas iguales aunque las haya semejantes, porque la biblioteca es un mundillo de variedad que no debe cansar nunca. Aquí están los fuertes y los dulces, los cuerdos y los desvariados, los serios y los juguetones, los conformistas y lo rebeldes.
Una biblioteca es también un lindo coro de voces; ninguna de ellas desde la más aguda a la más grave es igual a la otra, pero hasta las más contrastadas acaban reconciliándose dentro de nuestra alma, gran reconciliadora.
Hasta puede decirse que una biblioteca se parece, a pesar de su silencio, a un pequeño campo de guerrillas: las ideas aquí luchan a todo su gusto.
Los más acuden a una biblioteca por encontrarse a gentes de su credo o su clan, pero venimos, sin saberlo, a leer a todos y a aprender así algo muy precioso: a escuchar al contrario, a oírlo con generosidad y hasta a darle la razón a veces. Aquí se puede aprender la tolerancia hacia los pensamientos más contrastados con los nuestros, de lo cual resulta que estos muros forrados de celulosa trabajan sobre nuestros fanatismos y nuestras soberbias, según hacen la lima alisadora y el aceite curador.
Una biblioteca es también el barco de Simbad el Marino o la mula de los Marco Polo, o el asno de Sancho: cada libro bien mirado, es una aventura mental, que a veces, por lo vívida llega a parecer física.
Una biblioteca, en ciudad pequeña, puede volverse, mejor que en ninguna parte, corro familiar de niños lectores o auditores y frecuente tertulia de adultos.
Pero el arte del bibliotecario es difícil: él tiene que crear el convivo de sus lectores en torno de unos anaqueles severos y fríos y el nuevo hábito le costará bastante hasta que quede plantado sobre la piedra de la costumbre vieja, que es muy terca.
La vida de las poblaciones pequeñas es un poco laxa, apática y mortecina. Los centros creadores de calor humano son en estos pueblos la escuela, los templos, la biblioteca. Si todos ellos colaborasen, no habría poblaciones indiferentes y sosas. Es preciso que el bibliotecario luche con la desabrida persona que se llama indiferencia popular.
Cuando una biblioteca es primera y única, los visitantes miran con desasimiento estos anaqueles alineados que se parecen a los nichos del cementerio. Entonces, hay que calentar los rimeros de libros hasta que cada uno de éstos cobre bulto y calor de seres vivos.
Son el bibliotecario o la bibliotecaria quienes irán creando la tertulia de los vecinos de esta sala; ellos darán reseña excitante sobre el libro desconocido; ellos abrirán la apetencia del lector reacio, leyendo las páginas más tónicas de la obra con gesto parecido al de quien hace aspirar una fruta de otro clima, hasta que el desconfiado da la primera mordida.
A veces sin leer ningún texto, una biografía corta y movida despereza la curiosidad del lector hacia el autor remoto o el libro duro de majar.
Las bibliotecas que yo más quiero son las provinciales, porque fui niña de aldeas y en ellas me viví juntas a la hambruna y a la avidez de libros. Por esto mismo, yo vine a tener de adulta las fábulas que se oyen a los siete años, y hasta de vejez dura y perdura en mi el gusto pueril y del pintarrajeado de imágenes y me los leo con la avidez de todos aquellos que llegaron tarde a sentarse a la mesa y por eso comen y beben desaforadamente.


ALGUNOS JUICIOS SOBRE GABRIELA MISTRAL

DE FEDERICO DE ONÍS:

En todo cuanto hace revela una superioridad natural, y en todo lo que toca deja una huella profunda. Se mueve con un aire de reposo y serenidad intemporales. Hay algo doliente en su voz, inmutable y como si viniera de lejos, y hay también matices de aspereza y bondad difíciles de imaginar. La triste contracción de sus labios puede resolverse en una sonrisa de infinita dulzura. Después de volcar en unos pocos poemas la tristeza de su desolación interior, esta alma, tremendamente apasionada, grande en todo, ha colmado el vacío con su interés por la educación de los niños, la redención de los oprimidos y el destino de los pueblos hispánicos. Todo esto no es en ella sino una forma expresiva de la emoción fundamental de la poesía: un insatisfecho anhelo maternal, que es al mismo tiempo instinto de mujer y religiosa aspiración a la eternidad. Las fuentes de su arte literario, próximas y aparentes, carecen de importancia si se las compara con el alcance e intensidad de su pasión, que siempre encuentra, mediante cierto sutil y secreto proceso, la expresión verbal exactamente justa, cuyo sabor es el más íntimo y universal de la lengua castellana.

De Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932). Centro de Estudios Históricos, Madrid 1934.


DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

Gabriela Mistral ha superado la etapa del desencanto juvenil; su voz es de consejo y de piedad, que se manifiestan en su amor por los niños, por las madres, por los pobres, los campesinos, el indio y el negro, en una palabra por toda la humanidad doliente. Su obra, lo mismo en prosa que en verso es una de las más nobles de nuestro tiempo.

De Las Corrientes Literarias en la América Hispánica.
Fondo de Cultura Económica. México – Buenos Aires, 1949.


DE MANUEL PEDRO GONZÁLEZ:

Yo creo que el libro que más indeleble huella dejó en Gabriela Mistral es la Biblia. Nuestra poetisa debió leerla amorosa y detenidamente en sus mocedades. Acusa también su propia familiaridad con los clásicos de nuestra lengua sin ser tributaria de ninguno en particular. Entre los modernos, estimo que es José Martí el único que a veces se transparenta en su prosa, como le ocurrió a Rubén Darío que no pudo eludir su influjo nunca. Es materialmente imposible leer a Martí con la devoción prolongada con que Gabriela lo ha hecho sin que nos contagiemos con su prosa maravillosa.

De Estudios sobre Literatura Hispanoamericana.
Cuadernos Americanos, México, 1951.


DE FRANCISCO VILLAESPESA:

Gabriela Mistral posee la fe en llamas y el hondo sentido místico de la Santa Doctora de Ávila; la reciedumbre varonil y el apasionamiento romántico de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y la sensibilidad profunda y melancólica y el hondo amor al paisaje nativo de la dulce golondrina gallega (Rosalía de Castro), sintetizando todo en una forma personal y originalísima, donde hasta las palabras más triviales adquieren prestigios imperecederos de símbolo, donde todo es calor humano y serenidad divina...
Nadie ha expresado en nuestro idioma sentimientos tan múltiples y complejos, introspecciones tan íntimas y trascendentes, estados de alma tan caóticos y tan extensos, con imágenes más claras y más puras, con ritmos más nobles y más precisos y con una sabiduría técnica más perfecta.

De un artículo aparecido en “Atlántida” de Buenos Aires, en noviembre de 1922.


DE JUANA DE IBARBOUROU

Gabriela es América entera, porque nos sentimos conmovidos de ser sus compatriotas, porque ella realiza la unidad del continente por el milagro de su corazón y de su genio; y en la cortesía a cada uno, sea del Norte o del Sur, del petróleo o del verde llano jugoso está siempre incluida la cortesía para ella, como si fuera la diosa tutelar de esta tierra que ama con toda su sangre india-española, en la que estuviese encerrado el espíritu profético, y expectante de la Casandra legendaria.

De Casi en pantuflas, leído en la Universidad de Montevideo en enero de 1938 y publicado en Revista Nacional, Montevideo, nº 2 de febrero de 1938.


DE EDUARDO BARRIOS

Gabriela es la mujer de genio que Chile ha dado al mundo. Su voz se agranda más y más en los ecos del tiempo; viene de muy atrás, y hacia muy lejos va por el futuro. En su lengua arrebata el fuego del profeta, augurio y anhelo empinado, y la llama de Cristo nos quema para dulcificarnos y la mano de María nos aduerme con la ternura de la madre eterna. Aun cuando esta nazarena fustiga, mana un bálsamo. Si el pensamiento arde entre sus sienes, de los ardores surgen niños en ronda, o un dolor limpia una herida y así la ronda de infantes hasta los viejos alcanza.

De Reconocimiento, en “Pro-Arte”, de Santiago de Chile, el 31 de agosto de 1951.


DE RAÚL MONTERO BUSTAMANTE

América no ha tenido acentos más humanos, más hondos, más sinceros en ciertos casos más desgarradores, que los que han brotado de la lira de Gabriela Mistral. Con ella la poesía americana ha alcanzado las cimas épicas de la sensibilidad, de la ternura, del dolor y puede afirmarse que en los poemas de esta extraordinaria mujer, el alma de América ha encontrado su lenguaje propio y su vibración racial.
Gabriela Mistral, además de ser uno de los más altos espíritus poéticos de la América Española, es también una profesora de energía y una maestra de almas. Ella ha creado una nueva pedagogía universal que tiene su origen en el amor maternal que le inspiraron y le siguen inspirando los niños. La escuela primaria le dio los elementos para conocer al hombre, a la sociedad y a las naciones; sus estudios y sus viajes a través del planeta ahondaron su sentido filosófico y avivaron la sed del sociólogo y del moralista. Esta mujer que ha excursionado por todas las sendas del pensamiento ha mantenido siempre alerta el sentido de la orientación esencial que no ha podido ser polarizado por contrarias tendencias. La ecuación de esta admirable vida se ha resuelto en una fórmula de amor, de caridad y de comprensión, en la que la filosofía entra tanto como aquel otro sentido de belleza que es lámpara perenne que ilumina esta alma privilegiada.

En Revista Nacional de Montevideo, nº 2, de febrero de 1938.

DE ARMANDO DONOSO

Desolación, su primer libro, obra esencial de madurez, representa lo mejor en su labor literaria, realizada durante tres lustros. Nada denuncia en ella los comienzos: el poeta aparece dueño de sus recursos líricos y maduro en sus ideas. Con su tranquila juventud ha ido dejando a lo largo del camino el vivo florecer de sus rosas, encendidas las de antaño, blancas las de ahora; el amor apasionado se ha convertido en ejemplar pietismo, que fecunda su cristiano corazón de eterna maestra.

De El primer libro de Gabriela Mistral, en “La Nación” de Buenos Aires, del 13 de mayo de 1923.

DE ROBERTO F. GIUSTI

Los nobles versos de Lucila Godoy, la humilde maestrita a la cual la honda y tierna inspiración lírica –“cogollo rojo de pasión”, la definen por ahí-, empinó hasta el Premio Nóbel, han dejado en la penumbra para el lector común la prosa fuerte y original de quien fue también notable periodista. Me atrevo a decir que en la prosa su genialidad es aún más manifiesta que en sus versos, éstos indudablemente de mucha calidad cuando la poetisa escucha su corazón desgarrado. Pero en la originalidad y la enjundia de su prosa, la pone en los grandes escritores de Hispanoamérica, en una línea, sin desmerecerla, parte de José Martí, el cubano genial cuya libertad sintáctica y hallazgos expresivos vetean muchas felices páginas de la ilustre chilena.

De Mensaje en prosa a una poetisa, en “La Prensa” de Buenos Aires, de 1958.

DE WALDO FRANK

Escribió muchísimos artículos, todos en una viva y musculosa prosa, casi tan notable como su poesía. Se publicaron profusamente en diarios y revistas. Allí donde se encontrara con una taza de café y cigarrillos, estaba dispuesta a hablar con sus amigas hasta que el día empezara a amanecer.
Cada noche rezaba de rodillas al pie de la cama, a un Dios que no tenía una dogmática residencia. Y de vez en cuando su plegaria tomaba la forma de un poema en una hoja de papel en su regazo; una forma a la vez de carne y piedra, musical y grabada, macro y microcósmica que hará de sus poemas quizás los más perdurables de nuestro tiempo.

De Gabriela Mistral, artículo publicado en “La Mañana” de Montevideo el 15 de febrero de 1957.


DE RAFAEL HELIODORO VALLE

Seis estrellas cintilan con la luz propia y fascinante en el cielo poético de América: la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, la norteamericana Edna Saint Vincent Millay, la argentina Alfonsina Storni, la uruguaya Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou, la chilena Gabriela Mistral.

De Alabanza de Gabriela Mistral, Pan American Unión. Washington, 1958.


DE JOSÉ A. MORA OTERO

Gabriela Mistral representa una de las expresiones más altas de nuestra personalidad continental. Ella comprendió como nadie la responsabilidad que tenemos frente al mundo y frente a las generaciones futuras.

De Las ideas americanistas de Gabriela, Pan American Unión, Washington, 1958.

Redacción y Recopilación de Datos:

Valentina Garcés Campbell.

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